domingo, 2 de febrero de 2014

NO SIEMPRE ES NAVIDAD. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.



NO SIEMPRE ES NAVIDAD

(Este relato está dedicado a mi tía y a parte de su historia que descubrí hace unas semanas)
Las Navidades son las fechas por excelencia en las que se celebra la inocencia. Sin embargo no debemos de olvidar del todo que a muchos de nuestros mayores les fue arrebatada y que en muchos países en la actualidad por distintas causas esta inocencia no es posible. 


NO SIEMPRE ES NAVIDAD

Me sentía extraña aquella noche. El recelo, el miedo, la desconfianza y la intranquilidad impregnaban el aire y todos temíamos ser atacados inminentemente. Cada vez estaban más cerca. Tú no lo recuerdas, pero eran unas Navidades tristes, oscuras como los uniformes de los enemigos y agrias como la derrota que sufriríamos pronto. Padre y madre hacían lo posible para celebrar estas fechas para distraernos, para crear ilusión con lo poco que tenían. Nosotras queríamos olvidar y jugábamos con las muñecas hechas con trapos, cabellos de lana, cuyos ojos eran botones de distinto color hechas por nosotras mismas.
Bien es cierto que yo no sabía que clase de cambio quería; nos habíamos criado en la guerra y no era capaz de imaginar un mundo distinto en el que no cayeran bombas, se escucharan disparos, las sirenas anunciaran a la población que se dirigiera a los refugios y sin la escasez de comida. Escuchaba como madre tosía y odié a los hombres de oscuro que traían el invierno y las enfermedades  enrollados en las balas y obuses. Gracias a Dios tú eras demasiado pequeña como darte cuenta de aquellas cosas; se han perdido en tu memoria junto aquellos otros recuerdos, buenos y malos.
           
            “El mal tiempo, con toda posibilidad podía retrasar el ataque” -me confesó el jefe de nuestro bando cuándo observó la pesada neblina que se había enganchado al corazón-. Quiso con sus agotadas fuerzas que el frío congelara su entendimiento y abotagara sus remordimientos. De pronto sintió una desgana similar al sueño. No deseaba comenzar de nuevo -me confesó-, no quería sentarse en su butaca y jugar con los hombres que tenía bajo su mando como si fueran piezas de ajedrez. No le atraía lograr más medallas manchadas de sangre, no quería más vino para poder conciliar el sueño; tan solo  quería imaginar lo que haría su familia en aquellos instantes. Incluso era incapaz de sentir morriña, porque llevaba tanto tiempo en aquel antiguo barracón, que ya no creía que existiera un universo fuera de él. Y lo que era peor, ya no le importaba. Tenía la férrea convicción de que no había vuelta atrás. Ante la situación más optimista, aunque los nuestros ganaran la guerra y él regresara con su familia, no dejaría de escuchar los gritos, los lamentos, los lloros. Me dijo que nunca paraban, ni durante la noche cuándo las armas callaban dormidas, ni cuándo encendía la radio a todo volumen para escuchar las estimuladoras arengas; tampoco cuándo se bañaba con agua fría para despejar su ego adormecido.
Mientras yo permanecía callada me recordó que era Navidad y quiso rebuscar en voz alta, en su pasado, algún recuerdo dulce y jugoso con el que convencerse de que aún existía y no se encontraba perdido en un infierno indefinido. Pero no lo consiguió. Lo que antes era dulce, ahora era amargo por lo lejano, por el olor a ausencia. Estaba dispuesto a jurar que ,si alguien le asegurara que había disfrutado de una vida anterior a todo aquello que formaba parte de su presente, no le hubiera creído; lo hubiera considerado una pesada broma ideada bajo los efectos del alcohol. Por increíble que le pareciera, por un rato no recordó quien era el enemigo, había olvidado de qué color era su uniforme y el de sus contrarios, los confundía, dudaba…


Yo sí que recordaba las Navidades pasadas. Entonces, algunos de nuestros hermanos aun estaban vivos y nos llevaban a ti, a mí, y a nuestros hermanos pequeños a caballito por toda la casa adornada de fiesta mientras cantábamos villancicos. Tenía unos doce años y hacía dos que el pueblecito se encontraba intermitentemente acosado, en un estado que no lograba comprender. Pero todo el mundo decía asustado que aquella noche el pueblo sería invadido finalmente, que ya no había solución y que la muerte se cernía en muchas familias. Hombres y mujeres reforzaban las inútiles barricadas, distribuían las escasas armas de fuego y protegían a los viejos, embarazadas y niños en ingenuos lugares que consideraban seguros. Escucharíamos una vez más el silbido de los misiles, los gritos de ambos bandos fundidos en uno solo y los rezos- sobre toda aquella algarabía-; los rezos para que aquellos endebles refugios resistieran. Algunos especulaban esperanzados que, aquella noche, al menos, el frió podría detenerlos… Como los demás nos dirigimos al refugio antiaéreo y madre abrió un cestillo con algo parecido a comida. Yo tenía hambre, y sabía que por mucho que comiera sentiría como las tripas protestaban airadas, como siempre. En tus ojos vi lo mismo. Te abrazaste a madre, cerraste los ojos con fuerza y te tapaste los oídos con las manos… Cuándo me quise dar cuenta, yo estaba abrazada a vosotras dos.

            Los superiores del otro bando habían decidido que a pesar de todo era un día tan perfecto como otro cualquiera para atacar. Sería la embestida definitiva y finalmente podrían invadir nuestra miserable villa  y palpar un escaso permiso que olía a orujo y a testosterona furtiva. Lo de la testosterona lo entendería más adelante.  Nuestro hermano mayor me contó que, tras la barricada, al capitán enemigo le pesaban las piernas como témpanos, pero se obligó a caminar dirección a la trinchera. La fuerza de la costumbre guió su mano y ordenó el ataque con una voz mecánica y monocorde, como quien desea buenos días a un desconocido por pura cortesía. A mi no me parecía ninguna justificación lo que me contaba, sólo pensaba en aquellos vecinos que habían caído a mi lado, en los conocidos habían detenido, en todas y cada una de las repercusiones de la guerra a las que le responsabilizaba personalmente.  Sólo quería salir de allí, escaparme, pero tenía miedo. Ya me habían atrapado una vez; no tardarían nada en hacerlo otra vez. Comprendí que lo más prudente era permanecer callada y quieta.

            He oído que muchos no se acuerdan de lo que sucede en las siguientes horas a una batalla. Nunca recuerdan exactamente lo que pasa en las ofensivas, el ruido y el caos sumen las mentes en un estado de letargo del que no pueden despertar hasta un tiempo indefinido.

            Sin embargo, yo sí que recuerdo con exactitud lo que escuché. Ruidos provenientes de los más profundos de los infiernos, grandes trozos del techo del refugio cayendo sobre nosotros y un silencio sólo perturbado por el agresivo sonido de los megáfonos que ordenaba a la población lo que teníamos que hacer. Debíamos de entregarnos, con los brazos en alto, presentarnos ante los soldados y aguardar a que alguien decidiera que hacer con nosotros. No era la derrota lo que más dolía. Hacía tiempo que eso no era demasiado importante para mí; lo que era incapaz de soportar era tu mirada y la de madre  fulgurando hambre y su tos fea  que la perseguía halla dónde fuera.
            Debía de hacer algo; reflexioné mientras caminaba cabizbaja entre los escombros. Quería hacer algo que evitara que muriéramos. Si pudiéramos comer un poquito mejor tal vez mejoráramos. Los soldados bromeaban mientras descargaban los víveres, comentando el gozo que les esperaba aquella noche con algunas mozas del pueblo.
Sabía que no se debía robar, que era malo, pero peor era morir de hambre. ¡Algunas cajas parecían pesar tanto!  Era pequeña y escurridiza y pensaba ingenuamente que con un poco de suerte tendría una oportunidad. Con la ayuda de la  desesperación y el ímpetu del apetito, esperé a que los soldados no miraran y me precipité sobre una de las cestas. Corrí y corrí, pensando con inocencia que sería más rápida que la muerte. Pero enseguida me apresaron a los pocos segundos y me llevaron al cuartel. Me dolía más la esperanza perdida que las manadas de los soldados apretando con fuerza mis brazos mientras gritaba, protestaba y pataleaba.


            El coronel había recibido órdenes de empezar el trabajo más sucio: decidir a quién ejecutaban o deportaban. Quise pensar que en un principio odiaba sutilmente aquel tipo de decisiones, pero ahora le eran indiferentes. Sólo eran rutina, papeleo. No podía sentir simpatía por nadie, porque en definitiva no sentía nada. Me vio: una niña, si, si... ladrona, estraperlista. Evidentemente había cometido un delito y debía de ser condenada como cualquier otro infractor. El invierno había helado su corazón. Se fijó en aquellos ojos negros míos, más marcados aun debido a la delgadez y a la palidez del rostro. Eran los ojos de la adolescente a la que le robas el primer beso, los que te encuentras mirándote al espejo la primera vez que amas, los ojos de la impotencia, de la rabia, de la inocencia perdida antes de tiempo. Unos ojos en los que se reflejaba él mismo -ya adulto sin sueños- pero con vaga memoria de que una vez los tuvo. El frío comenzó a doler, escuché sus llantos; pudo recordar que tenía una familia esperándole y recuperó unos fragmentos de su vida.
             Yo no entendía nada. Tenía miedo y la mirada de aquel hombre me inspiraba una confusa confianza a la que no quería entregarme. Hizo que todo el mundo se fuera y se quedó a solas conmigo. La niñita a la que había de condenar tan sólo quería comida para su madre y hermanos.
            El hizo un trato con ella, conmigo…
            Quedé libre y pudimos comer regularmente. Pague un precio, pero no me arrepiento, era necesario.
            Esa es, en resumen, la historia de cómo vino tu sobrino al mundo.

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