miércoles, 6 de abril de 2016

EL AMARRE (Segunda Parte)



EL AMARRE (Segunda parte)

Pilar, esperanzada, se dispone a cumplir sus deseos de recuperar a su amor adentrándose en un universo desconocido hasta el momento para ella.


EL AMARRE (Segunda Parte)


       El pequeño obsequio consistió en un decorativo incensario de madera con incrustaciones de latón para quemar varillas de incienso con aroma a sándalo, también incluidas. Pilar agradeció el insignificante detalle, comparado con los cerca de trescientos euros que había pagado por la consulta y los componentes para hacer el ritual de separación y  amarre.
   Pensando en la manera de llevar el ritual a cabo discretamente y no en su casa, decidió alquilar una pequeña habitación en una pensión de la calle Arenal, muy cerca de la Puerta del Sol. Consumado en su propia casa, no podía efectuar los complicados sortilegios sin que su madre preguntara. Con una pequeña maleta en la que había metido al azar algunas prendas de vestir, entró en el cuarto. Era sencillo, antiguo pero muy limpio y con baño privado. La dueña resultó ser una mujer agradable de mediana edad que, tras preguntarle cuántos días pensaba quedarse, le entregó las llaves del portal, de la pensión y de su cuarto para que entrara y saliera a su antojo. Sobre una desvencijada cómoda, fue colocando todos y cada uno de los objetos que había comprado: alfileres rojos, una pastilla de carbón vegetal, tres muñecos: uno negro, otro rosa y el amarillo; una estampa de  D. Juan de Volteo -que no  sabía quién era y del cual desconocía su historia-, esencias,  velas y sahumerios. Los contempló alternativamente, recordando cómo debía de utilizar cada uno de ellos. El sortilegio debía de llevarse a cabo comenzando en un martes. Ese tipo de trabajo era uno de los adecuados para el caso en el que hubiera tres personas involucradas en el tema amoroso; la pareja formada por Antonio y su mujer, y Pilar que disputaba el amor del primero. Debía de separarlos antes de realizar el ritual de atracción de Antonio. Ni siquiera consideró las implicaciones de tratarle como un objeto sin voluntad; las consideraciones de “obligar” a alguien a querer sin la propia iniciativa nacida del “alma”.
Se desnudó completamente y se lavó las manos con las aguas correspondientes a aquel día, nombres vagos y extraños que no significaban nada para ella pero en los que creía en esos momentos.
     La habitación no contaba con mesa de escritorio, así que depositando la lámpara en la cama, tomó la mesilla de noche y la colocó de manera que le fuera más práctico proceder. Sobre la opción elegida colocó un paño limpio de color blanco, unos de los azules, las tres figuras, los alfileres rojos y recipiente con el carbón vegetal. Ungió las velas con esencias oleosas de dudoso aroma, prendió el carbón y echó sobre él varios sahumerios que comenzaron a  humear y crepitar. Ella se percató de que el olor podía llamar la atención de alguno de los huéspedes o de la misma dueña de hostal, así que abrió la ventana -que daba a un patio interior- de par en par. Bautizó, como si fuera un sacerdote, a los tres muñecos. El negro se llamaría Elvira, el amarillo a Alberto y el rosa llevaría su nombre: Pilar. Los pasó varias veces por el humo, cada vez más denso, cada vez más crujiente a causa de las resinas inflamables. Luego, con sumo cuidado para no quemarse, pasó uno de los alfileres y lo clavó en la cabeza del muñeco que representaba a Antonio mientras recitaba la oración que le habían entregado... En un papel, sobre la tela, colocó las figuras de Elvira y Antonio juntas y la suya separada. Luego, se lavó las manos con otra de las aguas.
        De pronto cayó en el detalle de que, a la mañana siguiente, cuando la dueña entrara a hacer la habitación, ésta se encontraría de cara con toda aquella parafernalia. Explicó que deseaba que no arreglarán su cuarto, ya que sus horarios podrían ser muy irregulares; no sabía ni cuando se podía acostar o levantar. Pilar agregó que, por ello, no  supondría ningún inconveniente  asearlo ella misma. Sólo le quedó la confianza de que la mujer cumpliera su promesa y no le venciera la curiosidad. Aquella noche durmió  convencida de que los hados estaban ya trabajando, cumpliendo sus promesas mediante las ofrendas que había realizado.
 Ya miércoles, salió de compras. Convencida de que para el éxito de la operación también tendría que poner algo de su parte compró dos modelos atrevidos en una tienda  carísima. No le importó el precio; tenía que aparecer ante Antonio deslumbrante, sensual e irresistible. Su preferido estaba compuesto por un pantalón de pitillo, estampado en colores muy vivos, conjuntado con una camisa sin mangas anudada bajo el pecho, dejando ver su vientre liso y suave. Pensando que el conjunto quizá fuera demasiado veraniego para aquella época del año, pues estaba comenzando  octubre, también adquirió una sobrecamisa haciendo juego que le daba una gran facilidad de movimientos. Por la tarde visitó varias zapaterías y tras probarse más de una docena de pares, se llevó cuatro. En la pensión se probó todos los conjuntos, se contempló en el espejo, ensayando posturas y andares, poniendo al día su feminidad.
El jueves, ansiosa, repitió el mismo proceso con las aguas azules y las velas marrones. En esta ocasión, colocó el muñeco amarillo entre los otros dos y separado de ambos, tras clavar en el segundo alfiler rojo, en este caso en el corazón. Pilar soñó aquella noche que el verdadero corazón de Antonio comenzaba a inflamarse de amor por ella, sintiéndose cada vez más ajeno a su esposa.
       El viernes descubrió que su tarjeta de crédito se encontraba casi en números rojos. Decidida, fue a una casa de empeño y compra de oro, tan populares en los últimos tiempos. Ella y el dueño regatearon durante largo rato sobre el valor de una cadena de oro con un pequeño berilo, un anillo también de oro y una pulsera. No sufrió demasiado al desprenderse de aquellos recuerdos regalados por Antonio y que había conservado a lo largo del tiempo. ¡Cuándo regresara a ella obtendría muchos más! Le dieron lo suficiente para sus propósitos.
Fue a un salón de belleza. Le hicieron una limpieza de cutis que dejó su piel tersa y resplandeciente,  la manicura y pedicua, se permitió un relajante masaje corporal y se arregló el pelo de manera natural, sin complicaciones estilísticas. Hacía meses que no cuidaba tanto su imagen y, hacerlo, levantó su autoestima y su seguridad pérdidas desde el día en Antonio rompiera con ella. Al salir a la calle, la gente volvía la mirada con admiración, algunos incluso la piropearon con mayor o menor acierto y educación. Estaba hermosísima. Pensó que quizá hubiera una manera de  obtener algo de dinero de manera fácil y rápida para ir tirando...
             El sábado continuó con el ritual. Hizo lo mismo que los anteriores, pero con las últimas aguas y unas de las de color verde. Esperanzada, clavó el tercer y último alfiler en el vientre del muñeco bautizado con el nombre de Antonio y le ató al  rosa -el suyo-, con una cinta roja, dándole tres vueltas y finalizando con tres nudos. Envolvió todos los componentes con el trapo blanco, incluidos los amantes atados. 
          No había dudado ni un momento el lugar en el que debía determinar el ritual: la Casa de Campo. Sin problema alguno, salió del hostal y tomo el coche. Era noche cerrada. Durante el camino fue imaginando nuevamente todo aquello que supuestamente  había sucedido durante los días anteriores. La dependienta le había asegurado que en el plazo de una semana  su hombre se pondría en contacto con ella, regresaría a su lado con amor renovado y fogosa pasión. Cuando aparcó el vehículo y salió de el, se sintió intimidaba por la solitaria y silenciosa oscuridad. Hacía fresco. No le hubiera sobrado  alguna ligera prenda de abrigo. Paso a paso se internó entre los árboles, mirando detenidamente alguno de ellos con la predisposición de intuir cuál sería el elegido. Finalmente, se paró ante un gran pino de grueso tronco y ramas extendidas. A tientas, con la escasa luz de la luna en cuarto menguante avanzado, sacó un pequeño pico de su bolsa y comenzó a cavar con ansia bajo el árbol, buscando sus raíces. Pequeños terrores de tierra -al principio secos, más tarde húmedos- fueron amontonados a su derecha. La piqueta retumbó hasta sus hombros: había topado con una piedra. Dificultosamente la agarró por uno de sus extremos para sacarla, pero era más grande de lo que parecía. Haciendo palanca con la herramienta y una piedra de  tamaño medio  consiguió levantarla, no sin romperse algunas uñas dolorosamente.
El esfuerzo hizo que su organismo entrara en calor. Ya no sentía fresco, sudaba. No se le había ocurrido vestirse más adecuadamente para no mancharse: tal vez con unos vaqueros y unas zapatillas deportivas y no con una falda ajustada y zapatos de medio tacón. Se secó la frente con el dorso de la mano, dejando pequeños granos de tierra adheridos en ella. Colocó la bolsa en el hueco que había dejado la piedra y empujó esta hasta dónde la había encontrado. El bulto quedó completamente sepultado. Satisfecha, la cubrió con la tierra extraída. Para que no se notara que alguien ha había estado hurgando ahí, rebuscó ramitas resecas y piñas, esparciéndolas al azar sobre el suelo removido. Se quedó mirando el lugar durante unos minutos. 
 Sólo le quedaba una cosa por hacer. Tomó el muñeco negro por un extremo con la intención de prenderle fuego. La incineración debía hacerse con cerillas, no con mechero. Tuvo que de encender tres antes de que una pequeña llama amarillenta lo inflamara. Poco a poco se extendió, cuando el calor fue insoportable lo soltó y dejó que terminara de consumirse en el suelo. Un odio visceral acompañó a la destrucción de la figura; finalmente la pisó con rabia y esparció sus cenizas lo más distanciadas que pudo. El ritual había terminado.

 Pilar regresó a su casa, es decir, a casa de su madre. Ella ni siquiera preguntó dónde había estado, mi alabó la nueva imagen de su hija. Pilar, a pesar de saber cómo era, había albergado la esperanza de que ella le halagara. No fue así. Disimuló el odio y el rencor acumulados de aquella progenitora tóxica emocionalmente.
Tachando los días en el calendario con un rotulador rojo, transcurrieron las jornadas. Finalizado el tiempo previsto  no sucedió nada. Dejó transcurrir unos días más, durante los cuales comenzó a desesperar. Con ansiedad, se interrogaba si había cometido algún error al hacer el ritual o si el trabajo no había sido lo suficientemente potente. La dependienta le había advertido la lejana posibilidad de que no diera buen resultado en el caso de que los amantes hubieran hecho  algún otro trabajo que les protegiera contra la brujería. Era improbable, una posibilidad entre un millón. Sin embargo, Pilar se aferró a ella  ya que no quería reconocer que todo lo que había hecho no había servido de nada, que era un engaño. Era más fácil mentirse a sí misma y no perder el ánimo. No sabía si cabría la posibilidad de reclamar. Al fin y al cabo, no era un comercio en el que la gerencia asegurara que si un cliente no quedaba satisfecho se devolvería el dinero. Evidentemente, algo ha había salido mal. A los quince días de haber efectuado el supuesto hechizo, Antonio no había aparecido pidiéndole perdón declarándo su incondicional pasión.