sábado, 8 de febrero de 2014

ENTRE TORREZNOS, GALLINEJAS Y CRIADILLAS. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ







En pleno reinado de Felipe IV dos hombres solitarios con pasados distintos se encontrarán en Madrid




ENTRE TORREZNOS, GALLINEJAS Y CRIADILLAS




Desde que se asentara en Madrid años atrás, Hernán no tenía demasiados amigos, al menos no como los escasos que tuviera en San Román, su pequeña aldea natal de la provincia de Toledo. Su cuerpo había cobrado unas proporciones adultas, propiciadas por el duro trabajo que realizaba con sus músculos, con tanta pieza que arrastrar y tanta carne que cargar a sus espaldas. Esto le había ayudado a recuperarse físicamente de las fiebres tercianas, aunque el inicio había sido extremadamente duro. Su piel había recobrado el color de su raza gitana. Cuando trabaja descamisado sus compañeros observaban en silencio las cicatrices de su espalda ancha y brazos fornidos, pero ninguno osaba preguntar. Sus facciones infantiles se habían difuminado para dar espacio a las del hombre en el que se había convertido. Lo que no había variado demasiado era aquella mirada triste y melancólica ni su ligera cojera.

Hernán solo había encontrado trabajo en el Rastro, desempeñando un oficio que nunca hubiera imaginado ni deseado: rastrero, matarife... Habiendo huido siempre de las matanzas del cerdo en San Román, no tuvo más remedio que aceptar un empleo en el mercado de reses, vacas, guarros y carneros. El nombre del lugar se debía a que los animales sacrificados se llevaban arrastrando desde los corrales a los postes dónde eran degollados, y por el rastro de sangre que dejaban las piezas descuartizadas. El Rastro se encontraba muy cerca de la Puerta de Toledo, que era de construcción reciente, pues había sustituido a la de la Latina al ampliarse el perímetro de la ciudad en 1625 con la cerca de Felipe IV. En realidad, era de mala calidad y muy sencilla, con dos arcos iguales de ladrillo.

El Albergue de San Lorenzo estaba situado junto a ella y cerca del matadero. Daba cobijo a los pobres que no tenían dónde pasar la noche. En su llegada, Hernán había dormido a la intemperie hasta que un mendigo le había indicado el lugar. Hacía buen tiempo y por aquel entonces no quería gastar su capital a no ser que fuera necesario. Tras tantos meses de permanencia entre las cuatro paredes de la celda, dormir al raso casi era una necesidad, una experiencia liberadora. Sentir el viento en la cara, el sol sobre su piel, las hierbas cuando se tumbaba en el suelo, eran pequeñas cosas que no había valorado en su momento, pero que ahora eran como pequeños tesoros.

Había conocido al guapo pordiosero en las gradas de San Felipe, dónde se hablaba de la clase dominante, de los galanteos del Felipe IV y la prepotencia de su valido, el Conde-Duque de Olivares. Cuando sonaba la campana mayor de los agustinos anunciando el medio día, los contertulios se dispersaban para comer. Entonces, una turba de mendigos, vagos, sin techo y estudiantes de sotanas raídas se agolpaba ante la presencia de uno de los hermanos legos del convento que daba nombre a las gradas para disputarse los restos de las viandas conventuales. Un gallofero habitual, joven pero desdentado, que se aprovechaba de la sopa boba y vivía de ella, se había compadecido de Hernán informándole sobre dónde podría pasar las noches a cubierto…Compartieron jergón y caricias durante semanas, hasta que encontró a otro pardillo forastero que le desplazó. A Hernán no le preocupó demasiado ni se sintió despreciado. Sin bien había llegado a sentir cierto afecto durante aquellas noches de pecado nefando sabía que no era la persona que necesitaba.

Al poco tiempo fue cuando  encontró el trabajo en el  Rastro que le permitía pagarse un reducido cuarto en una sencilla posada. Se tenía que levantar pronto, de madrugada, para conducir las reses a dónde encontrarían la muerte. Con rapidez, para no llegar tarde, desayunaba naranja y aguardiente que vendían los voceadores ambulantes nada más amanecer. El lectuario, la confitura de naranjas amargas sumergidas en miel, era reconocidamente buena para combatir la bilis y le despejaba rápidamente. Le gustaba sentir su fuerza en el paladar, en la lengua. A partir de aquella hora acudían los compradores de carne y los que esperaban los despojos, como las asaduras, tripas, sesos, pulmones, gallinejas, criadillas y mollejas. Años atrás se distribuían gratuitamente, pero ahora, con vista comercial, se empezaba a venderlos a menor precio que la carne, pero como una parte más del despiece de las reses.
         
Durante semanas, Hernán había sentido nauseas, e incluso vomitado a la hora de clavar un cuchillo en el vientre de los animales y soportar sus chillidos de pánico, al desmadejar las gallinejas como si fueran grandes y grasosos ovillos de lana como los que viera hacer a su madre para tejerlos durante sus horas libres de invierno, al ver manar chorros de sangre caliente que despedían un olor dulzón. Atar a las reses a los postes de madera mientras mugían, gruñían o balaban le recordaba, invariablemente, las sesiones del tormento en las que, de manera similar, se había visto inmovilizado, gritando y llorando de dolor. De cuando en cuando, aún se despertaba  por la  noche  aterrorizado y cubierto de sudor, para descubrir que no estaba en una celda de la Inquisición, sino en un sencillo y humilde cuarto sin rejas y... sobre todo, libre.

Había conseguido que ciertos propietarios de las reses le permitieran quedarse con algo  de casquería. Humildemente, como los propios alimentos considerados como desperdicios, logró poner una pequeña barra de freiduría que había adquirido alguna clientela al paso de los meses. En su cuarto, partía los despojos en trozos grandes y los lavaba con cuidado, dándolos varias aguas, dejándolos sumergidos hasta el día siguiente, limpiándolos de nuevo varias veces. Tal proceso le había causado al principio no pocos incidentes con el dueño de la posada hasta que le descubrió con un joven mancebo andaluz. Hernán calló y no dijo nada a las autoridades ni a la vecindad con la secreta esperanza de que, llegado un momento determinado hiciera lo mismo por él. Así fue. Con discreta frecuencia se acostaba con curtidores, mercaderes errantes, pastores trashumantes…

Le agradaba la rudeza de sus cuerpos, la brusquedad de gestos, las distintas formas de enfrentarse a una forma de practicar el sexo prohibida e innombrable. Le causaba casi tanta satisfacción y placer el mismo hecho de la conquista, de la seducción; el interpretar de manera adecuada una mirada mantenida más de lo necesario o dirigida a una zona concreta de la anatomía, el roce o toque más o menos directo, con intención evidente. El riesgo era alto y su corazón se aceleraba tanto o más con el riesgo del coqueteo entre hombres como con el tacto de los cuerpos.


A menudo el río -especialmente cuando empezaba el deshielo en las montañas o abundaban las lluvias torrenciales- inundaba las riveras con remolinos de agua sucia, destruyendo todo cuanto se encontraba a su camino. Arrancaba de cuajo los bancos de las lavanderas o arrastraba la ropa sucia o tendida sembrando la muerte y miseria entre aquellas mujeres que en ocasiones eran arrebatadas por el Manzanares hasta el Jarama. Madrid había sido desde siempre una ciudad rica en aguas, cristalinos manantiales con cualidades medicinales y caños abundantes. A pesar de ello, el agua no llegaba a todos los puntos de la Villa y Corte, y las lavanderas se veían esporádicamente acompañadas de aguadores que coqueteaban o bromeaban con ellas y en ocasiones entre ellos y los viandantes. Era algo que le había llamado la atención despertando en él otro tipo de emociones que deseaba experimentar.

Antonio tenía dieciseis años. Era moreno, delgado, de pequeña estatura. No era especialmente tímido; la vida le había enseñado a defenderse. Como los demás aguadores  cobraba poco, apenas para comer en algunas jornadas. Si se daba bien el día se alimentaba de chicharrones y pan, o gallinejas con aguardiente para entonar el cuerpo. Su madre había sido lavandera y, como todas, iba de casa en casa recogiendo la ropa sucia de aquellos que se podían permitir aquellos servicios; después se encontraba en el río con algunas criadas que también saneaban y tendían las ropas de sus señores. Eran mujeres de vida humilde, generalmente viudas o madres de familia numerosa, maridos borrachos o fugados a las Américas, que vivían en chozas miserables. Bajaban de madrugada con sus cestos y cuarterones de jabón. Durante todo el día se deslomaban en forzadas posturas, descarnándose los nudillos de tanto restregar vestidos, trapos y sábanas, regresando a sus casas con las manos agrietadas o amoratadas a causa del frío, el jabón y el agua.

Antonio había crecido en ese ambiente y desde niño había pedido monedas a cambio de agua fresca o de dejarse hacer… si es que el cliente no era de su gusto. Eso no significaba que solo lo hiciera por dinero, sino que solo cobraba cuando el solicitante no era de su agrado. Ésto lo había descubierto de manera natural años atrás al observar como zagales mayores que él se entregaban a placeres sin nombre entre arbustos y matorrales, al comparar su incipiente vello púbico y miembro inquieto con los espesos y encrespados, con los penes arrogantes. En su primera vez pensó que iba a desmayarse ante aquel arrebato tan diferente a las manipulaciones solitarias, ante aquel torrente sorprendente expulsado en cálidas oquedades hasta entonces solamente contempladas, pero no compartidas.

En contraste con la miseria del pueblo medio y bajo al que él pertenecía, el poder del rey y la nobleza de su entorno se fortalecían día a día. Al establecerse la Corte en Madrid, la Villa se había convertido en el centro político de los extensos territorios del Imperio dominados por la Corona, y también de la vida política, económica y financiera de los reinos peninsulares. Todo ello, lejos de beneficiar y aumentar la capacidad y el poder del Concejo, no estaba suponiendo ninguna ventaja para la Villa y sus ciudadanos. Lejos de defender los intereses locales y vecinales, el Ayuntamiento madrileño se había ido convirtiendo en un muñeco en manos e intereses del Felipe IV. La pobreza en Madrid era miseria; él formaba parte de ella.

De pequeño, subiéndose a un cajón, tendía la ropa o se esmeraba en recogerla cuidadosamente para que no cayera al suelo y se manchara de nuevo. Hacía dos años que su madre y su hermana pequeña habían muerto a causa de los enfriamientos que desembocaron en pulmonías debido a la humedad del río. La hermana que sobrevivió había fallecido el febrero del año anterior junto a otras siete victimad en una de las más grandes e imprevistas riadas del río Manzanares recordadas.  Antonio  se había salvado de puro milagro al agarrarse a unos grandes tablones arrancados del lavadero por la fuerza del agua, rescatado en ultima instancia por unos viandantes valerosos y fornidos cuerpos.

Se había quedado solo.


Hernán tardó en descubrir que la Plaza Mayor de la ciudad de Madrid había sido levantada sobre la vieja y desordenada Plaza del Arrabal. Su ligera desviación de este a oeste había sido el resultado de la imposición municipal de que se dispusiera en paralelo a la prestigiosa calle de Guadalajara, tránsito más directo a Monasterio de los Jerónimos, al que acudía el rey. Por ser la única plaza digna, amplia y céntrica, era un escenario adecuado de fiestas, corridas de toros, juegos de caballos, ajusticiamientos, canonizaciones y Autos de la Inquisición. La Plaza Mayor, terminada en 1620, hacía poco más de treinta años, había sido la construcción más trascendental llevada a cabo hasta el momento. El pueblo se sentía orgulloso de ella, aunque viviera en la miseria. Su finalización, el ensanchamiento de los tramos más estrechos de la calle Guadalajara y el establecimiento de un eje central entre el Alcázar y la Plaza Mayor, con el Palacio de los Concejos en el centro había sido considerada una excelente idea.

Para hacer olvidar los problemas y pobreza que los madrileños tenían a causa de las repetidas crisis de gobierno y decadencia del imperio, de la arraigada afición de la sociedad barroca por la fiesta y la escenografía, las autoridades de la Corte organizaban en ella fiestas, desfiles, festejos y celebraciones organizados por la Corona, el Concejo o la Inquisición. La Casa Real se asomaba a los Balcones de la Casa de la Panadería, y lo mejor de la sociedad cortesana y el Concejo en los de la Carnicería. Hernán había sido invitado a seguir a alguno de ellos, a la prudente distancia que ha de hacerlo un plebeyo hasta que, tras entrar por la puerta de servicio esta desaparecía durante unas horas para luego ocupar cada uno su lugar en la calle. Ni saludos, ni menciones, ni tan siquiera repetidas proposiciones.

En las tabernas y botillerías se despachaban vinos manchegos que se vendían bien entre el populacho y del que Hernán era también asiduo; los vinos eran buenos aliados para justificar determinados deslices carnales con los que podrían justificarse o fingir olvidar los escarceos carnales. El de la “Membrilla” era considerado como uno de los mejores y solía venderse en cuartillos en puestos ambulantes y carromatos situados en la Plaza, así como en la de Santo Domingo y Puerta Cerrada. En ella había mercados de carnes, aves, verduras y frutas muy baratas venidas de las huertas del Alberche, Jarama y Henares; pero también granadas, limones y naranjas de Valencia y Murcia. También se podían encontrar escabeches, arenques, y salazones. Entre aquellos puestecillos, en una esquina, ponía Hernán el suyo no exento de cierto orgullo. Freía las gallinejas en aceite hirviendo y las sazonaba con sal, una cucharada de pimentón dulce y otra de picante. El olor que desprendían las fritangas se confundía con el de los productos de los puestos cercanos, las gentes poco aseadas y los animales vivos en venta, como gallinas, patos, corderos lechales o cochinillos. No ganaba mucho, pero con el trabajo de la mañana tenía suficiente para comer y pagarse el humilde techo sin tener que recurrir al refugio o tocar sus ahorros.

Estaba rodeado por estratégicas alojerías que alternaban su levantamiento, a veces en los mentideros, otras en las plazas. Ofrecían resolís, mistelas y aguardientes a precios competitivos y calidades diversas, según fueran más o menos aguados  por los vendedores. A la hora de comer, Hernán intercambiaba unas buenas gallinejas por una bebida de origen árabe compuesta de agua, miel, arroz y especias aromáticas: el hipocrás. Este y la aloja rivalizaban con los vinos causando no pocos incidentes entre tabernas, tenderos y buñoleros que querían venderlos. Y de nuevo eran lugares llenos de posibilidades para miradas, tonteos y rozamientos no exentos de riesgos y de algún rechazo airado.

La cercanía de los puestos callejeros concitaba la atención de numerosa clientela y en ocasiones hacían las veces de mentideros, en los que los soldados narraban sus proezas, los cómicos su fama y el público; generalmente se mentía sin medida. El tema favorito era la doble personalidad de Felipe IV. Por un lado era estricto y distante, rodeado de etiqueta, de religiosidad con pompa y circunstancia, el arrepentido mil veces de sus pecados; por otro, acudía a mujeres públicas de manera evidente, se filtraba en los corrales de las comedias, era amigo de excéntricos y obseso sexual. Todo ello proporcionaba jugosos rumores y matices para entretenimiento de la plebe.

Hernán despachaba a personas pertenecientes a los gremios artesanos que daban nombre a las calles cercanas: curtidores de piel, zapateros, herradores, guarnicioneros, pellejeros... Con el tiempo coleccionó oficios entre sus piernas, calles en sus labios. Su sueño era poder montar una tienda de cestería con su pequeña fortuna en el momento en que dominara bien las técnicas de manufactura de la ciudad y se quedara vacante algún local que pudiera pagar. Por las noches o en sus ratos libres, entre amante y amante, practicaba en la posada para recuperar la agilidad de antaño y copiar los nuevos modelos que había visto en los tenderetes capitalinos. No se resignaba a ser un matarife, como tampoco lo hacía a estar solo.   

           
En la Corte la moral férrea no se podía romper, pero si doblar en el sentido que se quisiera. Madrid estaba lleno de contradicciones. La fornicación apenas era un grave pecado; la pagada estaba admitida legalmente en ocasiones alternantes. En los últimos tiempos las mancebías más populares se habían visto abocadas a trasladarse. Las putas se mudaron al barranco de San Juan de Dios, a la Torrecilla del Leal y al barranco de Lavapies. Hernán necesitaba de sus servicios de vez en cuando, como desahogo de sus ingles cuando llevaba cierto tiempo sin estrechar en sus brazos espaldas fuertes o llevara sus labios dedos rudos.

Una barragana que le llevaba diez años, que conociera en el barranco de Lavapies y con la que había mantenido un contacto esporádico, le había enseñado años atrás a actuar de manera tranquila y sosegada, preocupándose no solo de su propio disfrute, sino también del que yaciera con él. Con ella descubría variedades dulcemente pecaminosas que nunca hubiera imaginado y que luego aplicaba a sus amantes masculinos. Aquellos hombres toscos se quedaban sorprendidos de lo que era capaz de hacer.

Desde hacía semanas tenía un  cliente fijo que le había llamado la atención. Su aspecto no podía ser más humilde. Sin que él se diera cuenta, Hernán le vendía los mejores y más grandes trozos a un precio menor del conveniente. Simplemente se sentía pagado por su presencia aniñada de mirada experta. Le percibía de manera distinta y no tardó en comprender que nuevas emociones emergían no solo de su entrepierna, sino de su pecho.


Antonio intentaba pasar de largo ante las perolas humeantes de los buñoleros, las tiendecillas de pasteles, los puestos de refrescos y los expendedores de carnes de calidad hervidas: tajadas de carnero, tocino, falda... Haciendo una excepción, a veces se compraba pastelillos de carne, en unas ocasiones dulces y en otras salados. Sobre todo muy especiados y picantes. Eran baratos y asequibles para las miserables posibilidades alimenticias de la población. Aunque tuviera que esperar, le gustaba ver cómo los expendedores hacían la masa de harina de manteca para formar la caja y mirar como la rellenaban de carne, cubriéndola con otra masa más fina para cocerla en el horno y comerlos calientes. Generalmente compartía las colas con rameras ante los bodegones de torreznillos, que resultaban mucho más baratos. Por dos maravedís podía comprar una tajadilla de hígado frito.

Sin embargo, cada vez se dejaba ver más por la Plaza Mayor, en el puesto de un joven de piel morena y ligera cojera que le miraba con estima. Se sentía halagado ante sus maneras y habían cruzado varias palabras ajenas a la simple compra de los torreznos. Al inicio no se había dado cuenta de le trataba no solo como un cliente especial, sino como una persona especial. Cada vez con más frecuencia se mantenían la mirada mientas rozaban sus manos levemente deseando no solo tocar unas criadillas que no fueran de toro o cordero, sino las mutuas; no solo yacer juntos y marcharse, sino quedarse.

3 comentarios:

  1. Desde nuestro grupo LGTB te mandamos todo nuestro apoyo y , evidentemente nuestro VOTO. Dentro de nuestras campañas de inclusividad reconocemos el mérito y esfuerzo que tiene tu blog. No tenemos conocimiento de ninguna iniciativa similar dentro de nuestro entorno desde el punto de vista literario. Te consideramos por lo tanto uno de los pioneros..
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muy agradecido Calos por tus palabras y el voto. Estoy muy satisfecho con los resultados y no esperaba tan buena posición. Es la primera vez que el colectivo me deja un comentario y eso se agradece mucho.
      ¡Gracias!

      Eliminar
  2. Un reato distinto y bien documentado en una época diferente. ¡Enhorabuena!

    ResponderEliminar

Se agradecen comentarios y sugerencias.