martes, 25 de febrero de 2014

VÍDEO DE LA LECTURA DE "SECCIÓN DE CONTACTOS" EN EL EVENTO DE RELATOS ANTIROMÁNTICOS EN LA BIBLIOTECA EUGENIO FRÍAS


Lectura pública del relato "Sección de Contactos" en el evento de relatos antirrománticos del Círculo Literario Mundibook en la biblioteca Eugenio Frías (antigua casa de fieras del Parque del Retiro)


VÍDEO Y MONTAJE POR CORTESÍA DE CARMEN FLORES MATEO



lunes, 24 de febrero de 2014

ESCUCHÁNDOME A MI MISMO Y NO A EVO.POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.




Uno de mis seguidores en Latino-América me pidió que abarcara este tema e intentado complacerlo.
Un saludo Kevin Luis.

ESCUCHÁNDOME A MI MISMO Y NO A EVO.

Hace unos días, concretamente hace un par de semanas, un acontecimiento muy bello tuvo lugar en mi vida. Fue algo inesperado que llegó sin ni siquiera imaginarlo o buscarlo. Me dejé llevar, permití que fluyera lo que sentía en ese momento y todo fue fantástico. Con la persona que compartí comida, cena y cama hubo bastante química como suelen decir. Nos complementamos tan bien que parecía que nos conociéramos desde hace mucho tiempo. Sobre todo me sentí cómodo a su lado, cobijado en sus brazos, recibiendo sus caricias, sus besos… Esos labios son de los mejores que he probado desde que aprendí a besar. Dejé a un lado mi pose de macho a lo “Superman” y me sentí normal, terrenal y a la vez ascendido al espacio sideral tal como dice una canción del grupo Mecano; me sentí agradablemente confuso.

Puedo decir con mucho orgullo que fuimos bastante osados al caminar por la calle juntos de la mano y luego besarnos sin pensarlo, cosa que nunca antes había hecho. Por lo general, un gay en Bolivia evita sus demostraciones afectivas en la calle. La mayoría lo hace a escondidas por temor a recibir agresiones, sean estás físicas o psicológicas, ya que una parte de la sociedad es bastante retrógrada, como sucede en muchos países de América Latina. Sin embargo nosotros fuimos más allá y fue rara la sensación que tuvimos al expresarnos libremente tal y como sentíamos, tal y como éramos. Hay que reconocer que tuvimos mucha suerte y que, a pesar de las miradas de reprobación y algunos insultos, la cosa no pasó a mayores.

Toda esta situación me ha hecho reflexionar mucho pues existe un detalle importante... Este chico ha pasado recientemente por una mala experiencia en la que le tendieron una trampa y le golpearon. Creo que, de algún modo, quedó confundido con todo lo sucedido entre nosotros en tan corto tiempo. Pero mi corazón me dice con certeza que a este muchacho le agradó demasiado lo que sucedió entre nosotros.

No puedo decir que estoy enamorado, sería una falacia. Sin embargo lo que estoy sintiendo es muy fuerte y quiero averiguar de qué se trata en realidad. Es una linda ocasión para emprender una discreta relación de pareja, como la que he anhelado durante mucho tiempo. Esta vez pretendo hacer las cosas bien, no precipitarme, dejar que las cosas fluyan de a poco, mostrarme tal cual, conversar bien las cosas, seducirle aún más y jugármela. Quiero saber qué es lo que puede nacer de todo esto… Tengo mucha fe en que esto que estoy sintiendo me pueda proporcionar bastante felicidad y novedosas sorpresas a mi vida. ¡Las cosas son tan complicadas aquí! Incluso conocer a alguien para solo un rato es embrollado y no se de nadie que tenga pareja estable. Internet facilita un poco las cosas pero, aún así, hay que ser precavido.

Hay que reconocer que nuestro presidente Evo, tras alegar en una de sus ponencias que la existencia de la calvicie en Europa, y de la homosexualidad en todo el mundo, son fruto de la ingesta de alimentos modificados genéticamente, no nos ha puesto las cosas sencillas. También situó la existencia de hombres homosexuales en todo el planeta como consecuencia de una alimentación deficiente. Según él, todo se debe a la ingesta de pollo criado en grandes explotaciones industriales, que estarían cargados con hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen esos pollos, tienen desviaciones en su ser como hombres. Estoy a favor de respetar a la "Pachamama", término indígena boliviano utilizado para designar el concepto de Madre Tierra, pero no creo que el pollo y los transgénicos tengan que ver con lo que siento. Por otro lado, en mi casa todos comemos pollo, cuando se puede. ¿Soy más comilón que ellos?

Imagino que los ciudadanos respetables, cuando nos vieron cogidos de la mano y besarnos, pensarían inmediatamente que comíamos mucho pollo. ¡Me da igual…!


Mientras tanto me escucho a mí mismo y lo que siento, y sé que es lo que debo hacer. Entre otras cosas no voy dejar de comer pollo o gallina y creo que mi chico tampoco.


jueves, 20 de febrero de 2014

COLABORACIÓN ESPECIAL DE LA ESCRITORA CARMEN FLORES MATEO :"LA ESTACIÓN"




LA ESTACIÓN


Tengo el honor de presentaros a Carmen Flores Mateo, la primera escritora que colabora en este blog y con un sorprendente relato. Seguro que disfrutareis con el como yo lo he hecho.


LA ESTACIÓN


Aunque era un auténtico coñazo darse un madrugón como aquel, la verdad es que a esas horas se estaba super tranquila en la estación, y era de agradecer. Eran las 5:57 de la madrugada, pleno mes de Febrero, y Lía era la única pasajera que esperaba el primer tren de la mañana.  Normalmente cogía el de las 8:10, y cincuenta personas más atestaban el pequeño vestíbulo, pero hoy estaba sola.
Era una ciudad más bien pequeña, y muchísima gente viajaba a la capital para trabajar o hacer negocios a diario. Ella iba todos los días a su oficina, apenas tardaba 30 minutos, y aún le daba tiempo a tomar un café antes de ponerse con la pila de papeles que siempre le esperaba, cada mañana, en su mesa. Hoy quería llegar antes porque había prometido a su jefa terminar con un expediente que les traía por el camino de la amargura y que, si conseguían entregar hoy, podría suponerles a ambas una buena palmadita en la espalda. Amaba su trabajo, pero a veces la rutina se le echaba encima, la sepultaba,  le hacía sentirse insignificante. Nunca había sido una aventurera, y ciertamente necesitaba la seguridad de su trabajo, su vida, sus padres, sus cenas con los amigos cada viernes por la noche, su visita a la peluquería cada sábado. Aun así reconocía que a veces era aburrido, y hubiese deseado un poquito de sal en la espesa e insípida masa que componía su vida. Algo que le hiciese sentirse especial.
Hacía un frío que pelaba, y se le habían olvidado los guantes, mecachis... Vestía botas marrones altas, planas y con borreguito por dentro, que mantenían sus pies calientes. Pantalones vaqueros y jersey verde, que le había tejido su abuela y por el que sentía una predilección especial. Abrigo y gorro de lana marrones, y su gran bolso verde, el que tantas mañanas le había acompañado y que era tan práctico y cómodo.
La chica de la estación, con paso cansino y bostezando, los brazos cruzados sobre el pecho para guardar un poquito de calor, abrió la puerta que comunicaba el vestíbulo con los andenes. Lía pasó por su lado musitando un “Buenos días” que no fue correspondido.  En el exterior el frío y la humedad del ambiente le pusieron la piel de gallina, y metió las manos aún más profundamente en los bolsillos del abrigo.
Los andenes se extendían frente a ella, paralelos. La pantalla verde le señalaba que el tren estacionaría en nueve minutos en el andén cinco. Para llegar a este tenía que pasar por un túnel inferior, y bajó los escalones rápido, helada y con el bolso saltando tras ella. En el túnel el frío parecía haberse condensado y le hizo encogerse aún más, estaba helada y le castañeteaban los dientes. Además una niebla espesa se había reunido dentro, y atravesarla hizo que se sintiese como en un mundo imaginario y distinto. Subió los escalones que llevaban al andén cinco deprisa y dando saltitos, intentando generar calor pero sin conseguirlo. Salió al exterior agradecida, porque allí fuera el frío era menor, no le calaba hasta los huesos. Buscó el banco donde solía sentarse cada mañana, si llegaba a tiempo, para esperar el tren, y observó que habían cambiado el de siempre de granito por otro de forja, que formaba unas filigranas vegetales, enrevesadas, entrelazadas de una forma preciosa, que le encantaron.
Se sentó, de espaldas a la estación, intentando calcular si le daría tiempo a fumarse un piti antes de que llegase el tren. Le costó sacar las manos de los bolsillos, las tenía heladas, pero era cierto que ahí fuera no hacía tanto frío como pensaba, tras su rápido paso por el gélido túnel inferior, allí se estaba hasta bien. Lo encendió deprisa, dando la primera calada y colocando el bolso a su lado. Echó un vistazo al reloj que colgaba de la columna de su izquierda, y encontró otra nueva sorpresa: también lo habían cambiado. Vaya, ¡estaban tirando la casa por la ventana con estas reformas!  Estaba colgado de un soporte de forja, de aspecto vetusto, que sujetaba un reloj de agujas, con números romanos antiguos y la esfera de un color amarillento, que le daba un aire viejo y romántico, el que solamente esperas encontrar en una tienda de antigüedades. Marcaba las seis en punto.
Dio una calada al cigarro cerrando los ojos, saboreando el humo que recorría su garganta. Dios, que paz…con frío, con madrugón y todo, pero se sintió tranquila y relajada. Solamente se oía el trinar de unos pájaros -parecían alegres, llamándose los unos a los otros-, y los pasos lentos de otro viajero que se encontraba en el andén. Le extrañó oírlos porque sonaban a la izquierda, al otro lado de las escaleras…no recordaba haber visto a nadie fuera cuando las subió, y desde luego nadie había llegado después de ella…Abrió los ojos dubitativa, girando la cabeza y con el cigarro sujeto entre sus dedos índice y corazón, prestando más atención que antes al sonido de los pasos. Lentos pero seguros, sonaban a un zapato, a un tacón de mujer. Cesaron cuando su propietaria se sentó en otro de los bancos que ocupaban el andén, de forja también, idéntico al suyo. Lía la observó con intriga, ¡era rara de cojones!
Joven, de unos 25 años, y una belleza atemporal, de rasgos suaves y proporcionados. Estaba sentada muy erguida y sostenía un libro entre sus manos, parecía estar buscando la página por la que había dejado su lectura a medias. Lía se planteó su primera impresión de la chica por un segundo: no es que ella fuese rara de cojones, lo raro era su vestimenta. Como ella, llevaba botas altas y marrones, pero tenían un tacón bajito y retorcido y cordones en el frente, desde el empeine hasta debajo de la rodilla, y parecían de piel de calidad, ella entendía algo de ese tema. Estaban desgastadas, no viejas, tenían aspecto de usadas y de cómodas pero un aire elegante y antiguo. La falda, por la rodilla, era de un color hueso que no parecía sucio, como solía ocurrirle a ella cuando usaba ropa de ese color. Parecía una enagua de las que había visto en las fotos de su familia, de sus abuelas cuando eran jovencitas, tenía puntilla en el bajo y en los pliegues que formaban las distintas capas que la componían. Tenía muchísimo volumen y se plegaba con gracia en las piernas cruzadas de la chica, dejando ver las rodillas entre esta y las botas. A modo de abrigo la joven llevaba una especie de americana de ante, del mismo tono marrón que las botas, tirando a rojizo. Tenía solapas como cualquier americana, pero el cuello era más subido de lo normal, o quizás la chica lo había subido para protegerse del frio. Era entallada y se cruzaba sobre su cintura, abotonada con grandes botones que parecían de nácar. En el pecho de la chica, que la chaqueta dejaba ver, asomaba una blusa del mismo color hueso que la falda, con encajes que formaban volantes y le daban un aspecto dieciochesco, al menos en la acepción que ella entendía de esa palabra. Un camafeo a modo de colgante, de color bronce y con un dibujo que no alcanzaba a distinguir, un cinturón de cuero que daba varias vueltas a su cadera, y un gran anillo con una piedra roja en su mano izquierda,  ponían la guinda final al conjuntado aspecto de la chica.
Lía la miraba atenta. Ella parecía no darse cuenta, ya había encontrado el punto donde seguir su lectura y estaba enfrascada en ella. La chica le fascinaba. Aparte de su belleza evidente, con su blanca y pecosa piel, sus enormes pestañas y su larguísima melena oscura, surcada de ondas y bucles, y con un medio recogido sujeto por un pasador de bronce, su actitud tranquila y su vestimenta la intrigaban. No tenía muy claro si iba camino de una fiesta de disfraces o solo era una de tantas personas excéntricas que te sueles cruzar por ahí. Pensó en todos los Otakus y admiradores de películas o de comics que había visto por internet. Aquí era menos habitual encontrarlos por la calle, pero en países como Japón o Estados Unidos, era más común de lo que parecía. Gente que adaptaba su aspecto y su forma de hablar, de moverse y de vivir, a ese libro que tanto les gustaba, o a esa serie o película que había supuesto algo importante en su vida. Seguramente también lo hacían para sentirse parte de algo distinto, parte de otro mundo, fuera de la vida de mierda que la sociedad nos acaba imponiendo a todos, esa que nos dice que tenemos que estudiar mucho, sacar una carrera universitaria para tener un buen trabajo para poder comprar una casa y un coche, y casarnos y procrear con un buen chico –barra chica-, y vestir conforme la moda, la tele y las revistas nos digan en cada temporada para ser cool, para estar a la última, ser parte del rebaño, ser admirado por no levantar la cabeza por encima de los demás. Eran sobre todo gente joven, que aún creía que el mundo puede cambiarse y que ellos eran distintos, especiales, y lo demostraban con su aspecto y su vestimenta, tan poco común.
La chica era lo que Lía clasificaba confusamente en su mente como Vintage. Esa palabra que los diseñadores y los snobs usan para todo lo que tenga aspecto levemente antiguo y que en el fondo nadie sabe definir muy bien. Vintage. Esta era una mezcla entre una película antigua del Oeste y los libros de Mujercitas que ella había leído de pequeña. Era un estilo romántico y victoriano, y que no le desagradaba en absoluto.
Quizá por sentirse tan fijamente evaluada, la chica giró la cabeza con gracia para devolverle la mirada. La pilló tan desprevenida que no pudo reaccionar a tiempo y se encontraron mirándose a los ojos la una a la otra, en unos segundos que parecieron siglos para Lía. La chica le miró, sonrió levemente e hizo un gesto gentil con la cabeza, como un saludo. Luego volvió a bajar la cabeza hacia su libro como si nada y siguió leyendo.
Lía estaba roja como un tomate. Era una chica acostumbrada a la ciudad, a la gente y a las costumbres sociales y la educación que imponen no mirar demasiado fijamente a alguien. Todo el mundo sabía que es como un ataque, una intromisión en el espacio vital e intimidad de la gente. Pero la Chica-Vintage parecía haberlo tomado como un simple saludo, con una naturalidad que aún incomodaba más a Lía. ¡Hasta se le había pasado todo el frio de un plumazo! Aún estaba recuperándose cuando notó otra presencia a su derecha, justo al lado del banco en el que estaba sentada. Se giró rápido, pensando que quien fuese estaría muy divertido viendo el espectáculo de su vergonzosa pillada. Pero el hombre que estaba ahí de pié, al lado del banco y apoyado levemente en este, no parecía muy interesado en ella.
Lo miró pasmada…Pero…¿qué coño pasa hoy? En serio, ¿dónde es la fiesta de disfraces? Quedan pocos días para Carnaval, pero me parece un poco precipitado empezar ya con estas cosas…El hombre de su derecha era el perfecto acompañante para Chica-Vintage. Al menos el estilo era el mismo, ¿habrían comprado la ropa en la misma tienda? ¿Estaba de moda, o la regalaban o algo…? Botas, cuero, cinturones a la cadera y pantalones bombachos, marrón y beige, gemelos dorados, un reloj de cuerda, de fina filigrana color cobre colgado de una cadena que salía de su bolsillo, chaqueta de levita con remaches en los puños y cuello, y sombrero marrón oscuro con unas plumas naranjas y verdes ajustadas en el lateral…Sostenía un periódico y unos guantes entre sus manos, girándolos mientras observaba el reloj del andén, como calculando el tiempo que faltaba para el siguiente tren.
Lía miró al frente, mareada e incrédula. No quería que el hombre también la sorprendiese observándole, pero ¡qué curiosidad le provocaba! Se sentía perdida e incómoda, no sabía hacia dónde mirar. Espera…¡claro, era eso! ¿Dónde estaba la cámara oculta? Empezó a reír como una loca, girando la cabeza hacia ambos lados, hacia arriba, observando las columnas y el techo que resguardaba el andén de la lluvia, buscando las cámaras que sin duda debían estar grabándola. ¡Qué bueno, cómo se lo habían currado, jajajajaja!  Chica-Vintage y Chico-Vintage le miraban, ella con aspecto asombrado, él con una media sonrisa plantada en la cara.
Seguía riendo y mirando en torno suyo, ¡era una broma buenísima! Se giró para mirar a su espalda, a la estación cuatro andenes más allá y…no era su estación. Tuvo que agarrarse al banco donde estaba sentada y girarse completamente para observar y procesar lo que veían sus ojos; la sonrisa se había quedado congelada en su cara, y su boca se abrió de par en par, dejando caer la mandíbula como si no tuviese fuerza alguna para sujetarla. No era su estación.
No lo era.
La gris e industrial estación que veía cada día, de lunes a viernes, no estaba. No estaba el gran letrero de verdes y parpadeantes letras electrónicas, ni los carteles indicadores, “Salida”, “Aseos”, “Cafetería”…No estaban las papeleras verdes con el escudo del Ayuntamiento.
La estación que tenía tras ella parecía sacada de un cuento. Un cuento de otra época que transcurría en un mundo en el que existía la magia. Porque era antigua pero parecía nueva. El edificio, más bien pequeño, era de estuco color crema, con vigas de madera a la vista. Tres grandes arcos componían su fachada, en el arco central una gran puerta de madera, lacada de color verde y con ambos batientes abiertos, dejaba ver el vestíbulo. Un gran reloj, exactamente igual que el que había observado anteriormente en el andén en el que se encontraba pero del doble de tamaño que este, colgaba de la pared, sujeto por su soporte de forja, al lado de la puerta. Encima de ella un panel blanco indicaba “Próximo tren  6:08”. Las letras y números estaban formados por placas que, suponía, cambiarían el mensaje girando, como aquellos sencillos sistemas para llevar la cuenta del resultado de un partido de beisbol o de baloncesto. Se veía antiguo, pero no viejo; simple, pero las juntas entre las placas dejaban intuir un complicado sistema de engranajes detrás.
Debajo del panel un hombretón ancho, pero más bien bajito, observaba un reloj de bolsillo enganchado a una cadena que pendía de su chaleco. Era barrigón y tenía una barba tupida y cuidada, poblada de canas, entre la que despuntaba un gran puro. Llevaba un grueso abrigo de paño, de rayas grises y negras, que le daba aspecto de presentador de espectáculos circenses, pero Lía sabía que era el jefe de estación, y que su reloj controlaba el ritmo del mundo entero.
Un par de pasajeros más esperaban sentados en el vestíbulo, en bancos de madera con pinta de ser más bien incómodos, pero de aspecto pulido y cuidado. Una señora mayor, vestida con un impresionante vestido verde botella cuya amplia y voluminosa falda no dejaba ver sus pies, y abrigo de mullida y suave piel color blanco, asía la mano de una pequeña de unos 5 años, que avanzaba haciendo que sus dos pulcras coletas, sujetas con lazos rojos a juego con su vestido, saltasen alegremente. Se dirigieron a la escalera que daba al túnel que llevaba a los andenes y por el que Lía había bajado apenas unos minutos antes.
Seguía sin poder controlar su mandíbula, miraba todo con ojos desencajados, sujetándose tan fuerte al banco que sus dedos estaban blancos y contraídos. Chico-Vintage seguía observándola divertido, con su mueca de sorna, como quien está viendo un espectáculo divertido.
El fuerte y prolongado pitido del tren le hizo respingar y volver de frente a las vías de un salto, asustada. Su mente luchaba por tranquilizarse y pensar con normalidad, pero era incapaz de hacerlo. ¿El pitido del tren? ¿Pitido? Los trenes de cercanías no pitaban…La niña de rojo y la señora elegante subían las escaleras en el mismo momento en que Lía giraba la cabeza para ver, dejando caer el bolso al suelo y tapándose la boca con las manos, cómo el tren entraba en la estación.
La locomotora parecía sacada de una película de vaqueros, pero sin resto de polvo, pulida como recién salida de fábrica. Su frontal rojo, con dos grandes topes de hierro, avanzaba cada vez más despacio, soportando el gran tubo metalizado que componía su caldera, de donde la chimenea sobresalía expulsando espeso humo azul. Pasó a dos metros escasos de ella y pudo ver dos maquinistas dentro, con sus gorras de rayas rojas y negras mirándose el uno al otro y sonriendo. El tren estaba compuesto por vagones lacados, rojos y pulidos, con amplias ventanas que los recorrían en su totalidad y coronados con negros techos curvados. Todo se movía con unos grandes mecanismos, mucho más complejos de lo que podía recordar de todos los trenes antiguos que había visto en museos, películas y fotografías. Tenía cien pequeñas ruedas como estos, pero amplios engranajes brillantes entre ellas componían un complicado y gigantesco mecano que parecía más bien algo cercano a la ciencia ficción. Paró por fin, con un último pitido y resoplando, soltando vapor por todos lados, y el mundo empezó a moverse.
Las puertas de varios vagones se abrieron para dar paso a la gran fiesta  Vintage de la madrugada. Mujeres y hombres vestidos con cuero, botas con remaches, faldas largas recogidas formando bucles y figuras de búhos y rosas de bronce recogiendo sus peinados. Bolsos de blonda, sobreros de copa, plumas, monóculos con cadena y pantalones de rayas verticales. Niñas con encajes, manos enguantadas y camafeos con bellos escarabajos egipcios estampados. Un hombre con un gran abrigo de pelo negro y bigote pelirrojo la miró mientras avanzaba hacia la escalera, y le guiñó un ojo. Un niño con pantalones cortos, sujetos con tirantes, bajó corriendo al andén perseguido por su madre, que intentaba ponerle la chaqueta.  Chico y Chica-Vintage subieron al mismo vagón, él sujetando cortésmente la puerta a la chica y observando sus piernas mientras esta subía los escalones.
Lía estaba paralizada, se sentía soldada al banco de forja y el tiempo se había detenido a su alrededor con el bolso tirado a sus pies. Delante de sus narices las puertas se cerraron, sonaron dos cortos pitidos y los engranajes del tren empezaron a moverse de nuevo, llenando el andén de vapor y haciendo avanzar despacio el tren, mientras veía la gente sentada dentro con sus periódicos abiertos o acomodándose. La locomotora emitió su fuerte pitido, haciendo temblar toda la estación, y Lía saltó del banco agarrando su bolso sin mirarlo siquiera, corrió a la escalera bajando los escalones de tres en tres. Corrió aún más por el túnel inferior que temblaba como si un terremoto lo azotase y tropezó con los escalones de salida, dando traspiés pero sin llegar a caerse. Salió, parando en seco cuando vio la fría y gris estación que cada día le despedía y le recibía a su vuelta del trabajo. La locura se apoderó de su mente al mirar atrás y ver como el mismo tren de cercanías, blanco, metálico y lleno de desconchones que usaba siempre, abandonaba la estación, y dio alas de nuevo a sus piernas, haciéndola atravesar el vestíbulo como una flecha, saliendo a la avenida que daba al parque y corriendo, corriendo todo lo que sus piernas daban de sí, los ojos desencajados, el pelo al viento y ni rastro de cordura en su mirada.

Quince años después de aquella fría y madrugadora mañana Lía volvió una vez más a la estación. Había dejado su trabajo aquel mismo día en que decidió que estaba loca, y había tardado años en volver a acercarse siquiera por la avenida de la estación. Contó su historia a muy poca gente, y todos sin excepción, sin llamarle perturbada pero mirándole con pena, le tranquilizaron e intentaron convencer de que no pasaba nada, de que a todos la imaginación nos juega malas pasadas, y que el madrugón de aquella mañana le había afectado demasiado y le había hecho soñar despierta…pero ella sabía que no había sido así. Con los años, se convenció de que había sido una señal, de que aquel mundo paralelo, anticuado pero moderno, brillante y de ensueño, la había escogido de alguna manera, y empezó a ir a la estación de nuevo cada día. Pero no cogía ningún tren. Las taquilleras se acostumbraron a ella, y se entretenían especulando sobre cuál sería su historia. Unas decían que estaba loca y venía a esperar a su imaginario novio, otras que simplemente se paseaba por allí porque le traería un buen recuerdo de algún pasado feliz vivido en una estación. Lía no reparaba en ellas y todas las mañanas llegaba a la estación cuando estaban abriendo las puertas para que la gente pudiese acceder al primer tren, el de las 6:08. Bajaba al túnel muy despacio, como si temiese caerse, lo recorría con pasos cortos y salía al exterior con los ojos cerrados, sujeta a la barandilla y conteniendo la respiración. Pero cuando los abría estaba en el frío y gris andén, con sus bancos de granito y sus relojes de verdes caracteres electrónicos. Desfallecía un rato sentada allí, viendo llegar el primer tren de la mañana, observando a la gente, y luego volvía a su casa apenada. Y así un día, otro día, y otro.
Una fría mañana de Febrero apareció como cada día, ignorando el saludo de la chica que abría la puerta de la estación, y bajando al túnel envuelta en su abrigo marrón pero congelada. Llevaba la cabeza baja y aire de derrota en su cara. Subió la escalera despacio, arrastrando los pies y se sentó en el banco de forja, que estaba helado y le hizo arrebujarse aún más, colocándose la bufanda por encima de la boca y la nariz para guardar un poco el calor del aliento. El reloj de agujas de la columna marcaba las seis y cinco, y el andén estaba lleno de niebla. Lía observó sus manos, blancas y llenas de arrugas, y colocó el bolso en el banco, a su lado. Le gustaban las filigranas vegetales y complicadas de la forja, eran muy bonitas…la forja. Un fuerte pitido, que oía cada noche en sueños, hizo retumbar la estación, y Lía contuvo la respiración para girar la cabeza y encontrarse con la brillante y enorme locomotora. Pasó frente a ella, disminuyendo la velocidad hasta que el tren paró por completo. Ninguna puerta se abrió ni nadie salió del tren.
Lía se levanto, sola en el andén. Echó la vista atrás para ver por última vez la preciosa estación de estuco color crema que recordaba al detalle y avanzó. Abrió la puerta del vagón que había frente a ella, subiendo los escalones despacio y con determinación, y la cerró detrás de ella.

Tras unos segundos, el tren volvió a pitar, dos veces, haciendo girar los complicados engranajes que movían sus ruedas, y empezó a avanzar, despacio pero cogiendo velocidad, mientras abandonaba la estación.

martes, 18 de febrero de 2014

LAS NOCHES EN VELA. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.




 En ocasiones la vida nos pone a prueba,dejamos de queremos y olvidamos que disponemos de las fuerzas del universo para recuperar la fe y la esperanza.



LAS NOCHES EN VELA



El ascensor -nuevamente estropeado ante la dejadez del presidente de la comunidad de vecinos en llamar al técnico- obliga a Mercedes, en una escalada que se le antoja faraónica, a ascender a pie los altos escalones que la conducirán a su acogedor ático, su refugio. 


Lo que antaño fuera una leve escalada en otras circunstancias, se convierte ahora en un supremo esfuerzo y Mercedes, exhausta por la suma demasiado lenta de peldaños y descansillos, logra llegar ante la puerta de su hogar e introduce la llave en la cerradura, percibiendo en su mano el tenue temblor por el esfuerzo, que aun no ha conseguido controlar totalmente. Jadea, transpira… 

Ya dentro, con el último forcejeo de sus brazos inquietos, cuelga el abrigo en un perchero repleto de chaquetas y sombreros. Allí queda también colgada su última sonrisa, aquella que aún le causa el recuerdo de sus amigos, un fugaz y lejano islote entre el embravecido mar de sus temores. Sabe que están cerca pero ella, en ocasiones, los siente lejos. 

Camina al salón; nuevamente descubre en el espejo que hay en el pasillo, como si fuera la primera vez, a la triste y seria desconocida que la mira en una silenciosa suplica desesperada. No se reconoce, la imagen que se refleja no es la que de ella misma tenía tan solo unos meses atrás. No se quiere, no se acepta. 

Perdida en el laberinto de sus pensamientos, se aproxima al sofá, y desde él, sentada en la áspera soledad, toma el mando a distancia y enciende mecánicamente el televisor de plasma. Una reposición de una obra de teatro se desarrolla en el interior de los márgenes de la caja; también en los límites de las paredes de su casa, porque Mercedes, interpretando la vida, se cubre, a intervalos apenas separados por una corta bajada de telón, con mascaras variadas que rigen la escena, la risa y el llanto, sin que pueda distinguir cual de las dos es su autentico rostro: Tragedia o comedia griegas. 

Las imágenes se suceden inútilmente, incapaces de evitar que Mercedes abandone el salón, silencie el aparato y encamine sus pasos hacia el dormitorio. Allí intenta camuflarse en la oscuridad y el vacio como si fuera un camaleón. Reza para que el día, como un bálsamo de esperanzas pleno de posibilidades, la sorprenda pronto y sin interrupciones. Se arropa, se abraza así misma intentando calentarse, tanto por fuera como por dentro. La escarcha interior es aún más intensa y no es aplacada. 

No ha pasado una hora y Mercedes ha deshecho la cama con sus bruscos cambios de postura, está inquieta como un caballo aterrorizado ante la probabilidad de que se acerque desde el horizonte la tormenta cargada de los negros nubarrones del insomnio; una noche más sin dormir. 

Resignada, se levanta y recompone las sábanas, mientras piensa que al extirparle la enfermedad a falta de los resultados finales, tal vez le arrancaron con ella el pasaporte al país del olvido, el liberador abandono de los sueños. Está cansada de pruebas, ingresos, batas blancas y diagnósticos. 

Sus ojos, habituados a la negra espesura que la rodea, atisba el ventanal desde la cama. Se acerca y descorre los cortinajes que la separan del cielo, limpio de nubes y sembrado de estrellas. Esta noche la luna, en su generosidad de siete días, ha cedido el protagonismo a millones de puntos luminosos que compiten en guiños y parpadeos incansables. 

Mercedes se acuesta de nuevo; esta vez en el suelo, contemplando la porción de firmamento que muy lentamente, se desliza en un eterno movimiento circular. Impulsada por algo indefinido, cierra los ojos tras contemplar es destello huidizo de una estrella fugaz y pide un deseo. Cuando los abre de nuevo, se de cuenta de que tiene las manos apretadas hasta el punto de que sus uñas se clavan en sus palmas; entonces se relaja estirando los brazos al aire como si con ellos quisiera abrazar el universo entero, recibir su energía. 

De improviso, una corriente fría, grata, purificadora la rodea en un contacto delicado y entonces Mercedes, bajo el éxtasis de lo imposible, siente que su deseo acaba de hacerse realidad en una presencia imprecisa y consoladora que la acaricia, la sostiene en un maternal abrazo casi extraviado en la memoria y añorado en tantas ocasiones; la aparta del turbio presente, preservándola de los riesgos del futuro y los médicos con sus sentencias y que en un clamor de voluntad, fuerza y alegría la engendrará por segunda vez. Sabe que al día siguiente el espejo le devolverá otra imagen más cercana y que tendrá que seguir trabajando en ello. 

Finalmente, calmado el espíritu, la vela hace acto de presencia, mientras un letargo tranquilo y reparador la hunde en la deseada inconsciencia reparadora.

viernes, 14 de febrero de 2014

PRESENTACIÓN DEL NUMERO 7 DE LA REVISTA GAY+ART (ESPECIAL SAN VALENTÍN)







Nuevos relatos, más colaboradores en este número especial de San Valentín, día del amor diverso.

Gay+Art es un proyecto de auto-promoción para escritores y artistas gays, lesbianas, transexuales y héterosexuales que incluyan en su obra referencias al mundo homosexual en positivo.

Es gratis y si os gusta, por favor, compartid el enlace.



SECCIÓN DE CONTACTOS. (LECTURA PÚBLICA EN LA BIBLIOTECA EUGENIO TRÍAS EN LA JORNADA DE RELATOS ANTIRROMÁNTICOS).POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.





SECCIÓN DE CONTACTOS

Eros -el dios del Amor- y las Diosas Menores de las Artes, -alegres y ebrias tras el festín- se comprometen en un nuevo fin común, aunando sus lazos inmortales en una nueva concepción del querer que sobrepase los confines del Olimpo.

Así, la Pintura, la Música y la Danza se convierten en un fruto más de la pasión -quizás el más bello-. El Amor se muestra como la mejor de las artes en cada una de las caricias con las que el amante modela a ciegas el cuerpo del objeto de su afecto. Explora los lugares ocultos presuntamente prohibidos, en busca del aroma interior, la esencia que convierte todo en uno, al son de una música de respiraciones simultaneas, jadeos y susurros con una coreografía común, aprendida en cada gen y manifestada en cada célula.

En un momento cualquiera en el devenir de aquel Edén, Eros propone la consigna: el amor eterno, el amor correspondido, el amor oportuno, el alma gemela tan ansiada por los mortales. Para ello, reclama e invoca a los espíritus enamorados y a las influencias propicias explicándoles su misión. En tanto, las Diosas de las Artes ya se asoman al balcón terrenal con cierta curiosidad, pues aunque siempre es igual también hay algo distinto cuando dos almas se tocan. Desde allí contemplan expectantes la escena que va a desarrollarse.

Esperanza pulsa el botón rojo del teléfono móvil y en su cara se refleja un aliento nuevo y una luz en sus ojos de la que no es consciente. Regresa al taller y continúa restaurando la silla que ha rescatado de la calle tras el repudio de sus anteriores dueños, sobre la que se inclina mientras recrea en su mente la sucesión de acontecimientos de ese día. Por la mañana, al curiosear en varias redes sociales y secciones de contactos en internet encontró lo de siempre: anuncios de sexo rápido, esporádico y anónimo, intercambio de placer a cambio de dinero, propuestas de citas ambiguas, fotos que intentaban convencer de cuan morbosos, bien dotados y perfectos eran sus anunciantes. Pero uno de ellos, con foto de rostro llamó inmediatamente su atención: “Hombre de  treinta y seis años, separado, pintor, amante de la música y las estrellas, desea contactar con mujer sensible, espontanea y alegre para buscar juntos la felicidad del paraíso”. A pesar del final cursi del texto, un número de teléfono le daba credibilidad a la foto del hombre de mirada serena que transmitía confianza, tentando a Esperanza desde el primer momento.

Sus experiencias de amor no habían sido demasiado satisfactorias. Aunque no borraría nada de lo sucedido, se lamentaba de que la “casualidad” se empeñara en unirla a amores equivocados o no correspondidos, que si bien la habían sumido en la más febril de las pasiones, también la habían arrojado al abismo del dolor. Estaba aburrida de las formas diversas y variadas en que “conocía” a la gente, si es que a eso se le podía llamar conocer más allá del término bíblico.

Por esa razón, llevaba bastante tiempo inundada por un sopor sentimental, concentrada en su trabajo de restauración, en el cual se volcaba hasta la extenuación. Era más sencillo y menos doloroso que hacerlo con su propia vida.

Sin embargo, el anuncio se había grabado en su pensamiento y la idea de hacer uso de él le rondaba en la cabeza, como si una mosca se hubiera colado desde la nada  y buscara una salida a la libertad desde la redondez del cráneo.

Consultó el tarot, al tiempo que quemaba un papel con  sus deseos escritos en un pequeño fuego aromático a base de incienso de rosas. En el carro, símbolo del triunfo y realización feliz, vio el mejor de los augurios y el número de teléfono, que se materializara en una voz agradable y profunda con la que se citó para esa noche, levanto en ella curiosas expectativas. Se permitió sentirse ilusionada, animada ante esa cita y lo que podía deparar, dejando que su mente se disparara dejando al descubierto sus más profundos anhelos para el día de los enamorados.

Así, antes de la hora concertada Esperanza rodea el café en un paseo vigilante, atisbando a distancia el interior del local que se empieza a llenar poco a poco. Suele ser puntual en exceso y, por otro lado, quiere jugar con la ventaja de una primera impresión a distancia. La cita no aparece y piensa que tal vez él hubiera tenido una idea similar, o que ya encuentra dentro. Pasados unos minutos de la hora acordada entra y se dirige a la barra, buscando la figura que completara la suave voz y rostro agradable. Al no advertir señal alguna pide una cerveza y se sienta cerca de la entrada, en una mesa que considera suficientemente visible.

El tiempo transcurre con más de una hora de decepción, que aumenta por momentos con la sensación cada vez más dolorosa de haber sido víctima de un plantón o broma humillante. Tras un rato que se le antoja tedioso y de muchas cervezas más, un hombre de mediana edad  aproxima hasta ella sus incipientes sienes plateadas. No es, sin embargo, la persona esperada y Esperanza en un principio no le presta mucha atención, mas luego, tal vez por el estimulo del alcohol, acaso al presentir la fallida espera o quizás porque había pasado demasiado tiempo sin que nadie la hiciera reír, decide darle una oportunidad y concederse la ocasión de encontrar una nueva ilusión o, al menos, de un goce fugaz.

Juntos salen bajo la lluvia que les hace correr alegres como niños, ajenos a la llegada inusualmente renqueante de un hombre empapado por el agua, manchado de barro, con ligera cojera, cardenales y rasguños que recorre el bar en busca de su propia desesperación. Las Moiras,  diosas del azar, la fatalidad o el destino, separadas de todos los que cuentan con el privilegio de forjar su suerte, habían preparado su particular final de la historia. En sus mentes retorcidas habían dispuesto de pequeños espíritus burlones que ejecutaban sus intrigas pudiendo materializar cualquier objeto material de la nada. Las Moiras habían pensado entusiasmadas en afilados clavos capaces de reventar las ruedas del coche, hacerlo derrapar y estrellarlo… todo con tal de fastidiar a Eros y sus estúpidos planes amorosos.

El hombre de mirada serena está a punto de perderla, se siente abatido como una marioneta con los hilos cortados. Pasado el susto, enfado y nerviosismo tal vez llame a Esperanza de nuevo, pero desde luego no será hoy… El móvil está averiado, destrozado a causa del choque; como él…tanto por dentro como por fuera.

Eros y las Diosas Menores de las Artes recobran la sobriedad de golpe en el Olimpo.



lunes, 10 de febrero de 2014

FIN DE AÑO. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.



FIN DE AÑO

Cuando se toca fondo solo quedar subir.
(Dedicado a Celia por permitírselo)

Aturdida -y con los ojos bañados en un lugar en el que el ardor de sal es habitual- Dolores se incorporó en la cama y miró por tercera vez la hora en un pequeño reloj despertador digital. Odiaba el monótono “tic –tac” de los contadores de tiempo de toda la vida. Era el único objeto sobre la mesilla de color desigual que, en más de una noche, se convertía en una dolorosa prolongación del colchón tras inquietos sueños que le hacían moverse y dar vueltas sin fin en busca de la salida de sus pesadillas.

Aquella noche había pasado poco más de una hora y media desde que se acostara y el insomnio volvía a cabalgar desbocadamente, con brío, por los terrenos alterados de su conciencia. Tras un momento de vacilación, se levantó y, una vez calzada se dirigió hacia el baño camuflada con la oscuridad; se sabía demasiado bien los límites de cada uno de los rincones de la casa y solía prescindir de alguna luz en los paseos nocturnos a los que una incontenible excitación nerviosa le empujaba a menudo. Pero en ocasiones los dolorosos golpes en los meñiques de los pies hacían que descubriera la función de estos: orientar espacialmente los objetos y para no chocar contra nada extendía y cruzaba sus brazos en forma de equis protectora.

En el camino pensó que su nombre ahora tenía un sentido completo y esbozó una mueca a modo de sonrisa al descubrir que su mente cansada, la mortal mirada y guiarse a ciegas le mostraban aquella chispa de ironía.

Se movía sin oír sus propios pasos, pues sus oídos estaban protegidos con tapones de cera rosada para evitar la rotura del frágil sueño que tanto tardaba en aparecer cada noche.

Entró en el baño y pulsó el interruptor. Se colocó delante del espejo cuidando de no mirar en él, con la certeza -ya comprobada en otras ocasiones- de que la imagen reflejada sólo sería un esperpento de ella misma de mirada vidriosa y rojiza, enmarcada en unas ojeras oscuras en clara extensión.

Abrió el armarito y tomó un frasco de entre la pequeña colección de medicinas, vendas y pomadas que cohabitaban -en un orden sin reglas- con cremas, exfoliantes y otros productos cosméticos para realzar su belleza.

Con un enorme esfuerzo fijó la vista en la etiqueta impresa en un rojo fuerte, como el anuncio de peligro de muerte que supone el color vivo. Una idea terrible cruzó su mente como un relámpago, dejando a su paso un fulgor a la vez atrayente y amenazador.

Destapó entonces el frasco y, esparciendo  las pastillas en una de sus manos, contó bien las que quedaban. Con la mano abierta, Dolores comenzó de pronto a tiritar. Su cuerpo se sacudió con temblores cobardes y, antes de que pudiera cerrar la palma, varios comprimidos salieron despedidos y tuvo que agacharse para recogerlos; trastabilló en la búsqueda y cayó sobre el inodoro al intentar recuperar el equilibrio. La fría superficie, como un bálsamo estable, consiguió relajar su cuerpo y calmar su ánimo a través de la tela del pijama.

Su mirada -perdida por las hendiduras de entre los azulejos en dibujo- era atraída, ya sin voluntad, por un movimiento detectivesco. Frente a ella el grifo de la ducha dejaba escapar gotas de agua y caían a intervalos matemáticamente iguales como si imitara al reloj que tanto odiaba. No las oía pero las veía como si las vibraciones llegaran a comunicarse con su cuerpo.

Dolores vio en aquello el esquema de su vida: una sucesión de repeticiones vacías, de actos sin objetivo, de subsistencia simplemente vital sin sonido ni sustancia. La fugaz caída seguía produciéndose  sin cacofonía, percatándose entonces de que aún llevaba puestos los tapones se los ahuecó.

Entonces todo su ser se lleno de ruido. Una algarabía inquietante celebraba la noche más esperada, la alineación perfecta entre dos tiempos. El mágico 2014 pleno de promesas y de ilusión se extendía por las calles en ríos de gritos, alegría y alcohol.

Al quitarse totalmente los tapones algo se le rompió dentro. Notó como si los pequeños cuerpos auditivos hubieran abierto compuertas en el pantano de su inquietud destruyendo el muro de insatisfacción largamente alimentada. Se imaginó entonces en el centro de un remolino de agua, arrastrada por un aliento de fortuna que de nuevo la llevó hasta su habitación.

Recién salida del naufragio se reconoció poseedora de un impulso renovado y sometida por entero a él se dejó vestir, animada por la visión seductora de su simetría en el espejo del dormitorio. Más tarde se dejó maquillar, conquistada por los perturbadores aromas y, una vez traspasada la puerta de su casa, se dejó fluir hacia las voces que parecía salir de todas direcciones, al mismo tiempo que un espíritu de búsqueda le brotaba en su interior.

Cuando se acercó a una de las serpientes humanas que se movía anárquica y feliz  una mano se extendió hacia ella… Su flor de esperanza se abrió al fin y disfruto...

sábado, 8 de febrero de 2014

ENTRE TORREZNOS, GALLINEJAS Y CRIADILLAS. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ







En pleno reinado de Felipe IV dos hombres solitarios con pasados distintos se encontrarán en Madrid




ENTRE TORREZNOS, GALLINEJAS Y CRIADILLAS




Desde que se asentara en Madrid años atrás, Hernán no tenía demasiados amigos, al menos no como los escasos que tuviera en San Román, su pequeña aldea natal de la provincia de Toledo. Su cuerpo había cobrado unas proporciones adultas, propiciadas por el duro trabajo que realizaba con sus músculos, con tanta pieza que arrastrar y tanta carne que cargar a sus espaldas. Esto le había ayudado a recuperarse físicamente de las fiebres tercianas, aunque el inicio había sido extremadamente duro. Su piel había recobrado el color de su raza gitana. Cuando trabaja descamisado sus compañeros observaban en silencio las cicatrices de su espalda ancha y brazos fornidos, pero ninguno osaba preguntar. Sus facciones infantiles se habían difuminado para dar espacio a las del hombre en el que se había convertido. Lo que no había variado demasiado era aquella mirada triste y melancólica ni su ligera cojera.

Hernán solo había encontrado trabajo en el Rastro, desempeñando un oficio que nunca hubiera imaginado ni deseado: rastrero, matarife... Habiendo huido siempre de las matanzas del cerdo en San Román, no tuvo más remedio que aceptar un empleo en el mercado de reses, vacas, guarros y carneros. El nombre del lugar se debía a que los animales sacrificados se llevaban arrastrando desde los corrales a los postes dónde eran degollados, y por el rastro de sangre que dejaban las piezas descuartizadas. El Rastro se encontraba muy cerca de la Puerta de Toledo, que era de construcción reciente, pues había sustituido a la de la Latina al ampliarse el perímetro de la ciudad en 1625 con la cerca de Felipe IV. En realidad, era de mala calidad y muy sencilla, con dos arcos iguales de ladrillo.

El Albergue de San Lorenzo estaba situado junto a ella y cerca del matadero. Daba cobijo a los pobres que no tenían dónde pasar la noche. En su llegada, Hernán había dormido a la intemperie hasta que un mendigo le había indicado el lugar. Hacía buen tiempo y por aquel entonces no quería gastar su capital a no ser que fuera necesario. Tras tantos meses de permanencia entre las cuatro paredes de la celda, dormir al raso casi era una necesidad, una experiencia liberadora. Sentir el viento en la cara, el sol sobre su piel, las hierbas cuando se tumbaba en el suelo, eran pequeñas cosas que no había valorado en su momento, pero que ahora eran como pequeños tesoros.

Había conocido al guapo pordiosero en las gradas de San Felipe, dónde se hablaba de la clase dominante, de los galanteos del Felipe IV y la prepotencia de su valido, el Conde-Duque de Olivares. Cuando sonaba la campana mayor de los agustinos anunciando el medio día, los contertulios se dispersaban para comer. Entonces, una turba de mendigos, vagos, sin techo y estudiantes de sotanas raídas se agolpaba ante la presencia de uno de los hermanos legos del convento que daba nombre a las gradas para disputarse los restos de las viandas conventuales. Un gallofero habitual, joven pero desdentado, que se aprovechaba de la sopa boba y vivía de ella, se había compadecido de Hernán informándole sobre dónde podría pasar las noches a cubierto…Compartieron jergón y caricias durante semanas, hasta que encontró a otro pardillo forastero que le desplazó. A Hernán no le preocupó demasiado ni se sintió despreciado. Sin bien había llegado a sentir cierto afecto durante aquellas noches de pecado nefando sabía que no era la persona que necesitaba.

Al poco tiempo fue cuando  encontró el trabajo en el  Rastro que le permitía pagarse un reducido cuarto en una sencilla posada. Se tenía que levantar pronto, de madrugada, para conducir las reses a dónde encontrarían la muerte. Con rapidez, para no llegar tarde, desayunaba naranja y aguardiente que vendían los voceadores ambulantes nada más amanecer. El lectuario, la confitura de naranjas amargas sumergidas en miel, era reconocidamente buena para combatir la bilis y le despejaba rápidamente. Le gustaba sentir su fuerza en el paladar, en la lengua. A partir de aquella hora acudían los compradores de carne y los que esperaban los despojos, como las asaduras, tripas, sesos, pulmones, gallinejas, criadillas y mollejas. Años atrás se distribuían gratuitamente, pero ahora, con vista comercial, se empezaba a venderlos a menor precio que la carne, pero como una parte más del despiece de las reses.
         
Durante semanas, Hernán había sentido nauseas, e incluso vomitado a la hora de clavar un cuchillo en el vientre de los animales y soportar sus chillidos de pánico, al desmadejar las gallinejas como si fueran grandes y grasosos ovillos de lana como los que viera hacer a su madre para tejerlos durante sus horas libres de invierno, al ver manar chorros de sangre caliente que despedían un olor dulzón. Atar a las reses a los postes de madera mientras mugían, gruñían o balaban le recordaba, invariablemente, las sesiones del tormento en las que, de manera similar, se había visto inmovilizado, gritando y llorando de dolor. De cuando en cuando, aún se despertaba  por la  noche  aterrorizado y cubierto de sudor, para descubrir que no estaba en una celda de la Inquisición, sino en un sencillo y humilde cuarto sin rejas y... sobre todo, libre.

Había conseguido que ciertos propietarios de las reses le permitieran quedarse con algo  de casquería. Humildemente, como los propios alimentos considerados como desperdicios, logró poner una pequeña barra de freiduría que había adquirido alguna clientela al paso de los meses. En su cuarto, partía los despojos en trozos grandes y los lavaba con cuidado, dándolos varias aguas, dejándolos sumergidos hasta el día siguiente, limpiándolos de nuevo varias veces. Tal proceso le había causado al principio no pocos incidentes con el dueño de la posada hasta que le descubrió con un joven mancebo andaluz. Hernán calló y no dijo nada a las autoridades ni a la vecindad con la secreta esperanza de que, llegado un momento determinado hiciera lo mismo por él. Así fue. Con discreta frecuencia se acostaba con curtidores, mercaderes errantes, pastores trashumantes…

Le agradaba la rudeza de sus cuerpos, la brusquedad de gestos, las distintas formas de enfrentarse a una forma de practicar el sexo prohibida e innombrable. Le causaba casi tanta satisfacción y placer el mismo hecho de la conquista, de la seducción; el interpretar de manera adecuada una mirada mantenida más de lo necesario o dirigida a una zona concreta de la anatomía, el roce o toque más o menos directo, con intención evidente. El riesgo era alto y su corazón se aceleraba tanto o más con el riesgo del coqueteo entre hombres como con el tacto de los cuerpos.


A menudo el río -especialmente cuando empezaba el deshielo en las montañas o abundaban las lluvias torrenciales- inundaba las riveras con remolinos de agua sucia, destruyendo todo cuanto se encontraba a su camino. Arrancaba de cuajo los bancos de las lavanderas o arrastraba la ropa sucia o tendida sembrando la muerte y miseria entre aquellas mujeres que en ocasiones eran arrebatadas por el Manzanares hasta el Jarama. Madrid había sido desde siempre una ciudad rica en aguas, cristalinos manantiales con cualidades medicinales y caños abundantes. A pesar de ello, el agua no llegaba a todos los puntos de la Villa y Corte, y las lavanderas se veían esporádicamente acompañadas de aguadores que coqueteaban o bromeaban con ellas y en ocasiones entre ellos y los viandantes. Era algo que le había llamado la atención despertando en él otro tipo de emociones que deseaba experimentar.

Antonio tenía dieciseis años. Era moreno, delgado, de pequeña estatura. No era especialmente tímido; la vida le había enseñado a defenderse. Como los demás aguadores  cobraba poco, apenas para comer en algunas jornadas. Si se daba bien el día se alimentaba de chicharrones y pan, o gallinejas con aguardiente para entonar el cuerpo. Su madre había sido lavandera y, como todas, iba de casa en casa recogiendo la ropa sucia de aquellos que se podían permitir aquellos servicios; después se encontraba en el río con algunas criadas que también saneaban y tendían las ropas de sus señores. Eran mujeres de vida humilde, generalmente viudas o madres de familia numerosa, maridos borrachos o fugados a las Américas, que vivían en chozas miserables. Bajaban de madrugada con sus cestos y cuarterones de jabón. Durante todo el día se deslomaban en forzadas posturas, descarnándose los nudillos de tanto restregar vestidos, trapos y sábanas, regresando a sus casas con las manos agrietadas o amoratadas a causa del frío, el jabón y el agua.

Antonio había crecido en ese ambiente y desde niño había pedido monedas a cambio de agua fresca o de dejarse hacer… si es que el cliente no era de su gusto. Eso no significaba que solo lo hiciera por dinero, sino que solo cobraba cuando el solicitante no era de su agrado. Ésto lo había descubierto de manera natural años atrás al observar como zagales mayores que él se entregaban a placeres sin nombre entre arbustos y matorrales, al comparar su incipiente vello púbico y miembro inquieto con los espesos y encrespados, con los penes arrogantes. En su primera vez pensó que iba a desmayarse ante aquel arrebato tan diferente a las manipulaciones solitarias, ante aquel torrente sorprendente expulsado en cálidas oquedades hasta entonces solamente contempladas, pero no compartidas.

En contraste con la miseria del pueblo medio y bajo al que él pertenecía, el poder del rey y la nobleza de su entorno se fortalecían día a día. Al establecerse la Corte en Madrid, la Villa se había convertido en el centro político de los extensos territorios del Imperio dominados por la Corona, y también de la vida política, económica y financiera de los reinos peninsulares. Todo ello, lejos de beneficiar y aumentar la capacidad y el poder del Concejo, no estaba suponiendo ninguna ventaja para la Villa y sus ciudadanos. Lejos de defender los intereses locales y vecinales, el Ayuntamiento madrileño se había ido convirtiendo en un muñeco en manos e intereses del Felipe IV. La pobreza en Madrid era miseria; él formaba parte de ella.

De pequeño, subiéndose a un cajón, tendía la ropa o se esmeraba en recogerla cuidadosamente para que no cayera al suelo y se manchara de nuevo. Hacía dos años que su madre y su hermana pequeña habían muerto a causa de los enfriamientos que desembocaron en pulmonías debido a la humedad del río. La hermana que sobrevivió había fallecido el febrero del año anterior junto a otras siete victimad en una de las más grandes e imprevistas riadas del río Manzanares recordadas.  Antonio  se había salvado de puro milagro al agarrarse a unos grandes tablones arrancados del lavadero por la fuerza del agua, rescatado en ultima instancia por unos viandantes valerosos y fornidos cuerpos.

Se había quedado solo.


Hernán tardó en descubrir que la Plaza Mayor de la ciudad de Madrid había sido levantada sobre la vieja y desordenada Plaza del Arrabal. Su ligera desviación de este a oeste había sido el resultado de la imposición municipal de que se dispusiera en paralelo a la prestigiosa calle de Guadalajara, tránsito más directo a Monasterio de los Jerónimos, al que acudía el rey. Por ser la única plaza digna, amplia y céntrica, era un escenario adecuado de fiestas, corridas de toros, juegos de caballos, ajusticiamientos, canonizaciones y Autos de la Inquisición. La Plaza Mayor, terminada en 1620, hacía poco más de treinta años, había sido la construcción más trascendental llevada a cabo hasta el momento. El pueblo se sentía orgulloso de ella, aunque viviera en la miseria. Su finalización, el ensanchamiento de los tramos más estrechos de la calle Guadalajara y el establecimiento de un eje central entre el Alcázar y la Plaza Mayor, con el Palacio de los Concejos en el centro había sido considerada una excelente idea.

Para hacer olvidar los problemas y pobreza que los madrileños tenían a causa de las repetidas crisis de gobierno y decadencia del imperio, de la arraigada afición de la sociedad barroca por la fiesta y la escenografía, las autoridades de la Corte organizaban en ella fiestas, desfiles, festejos y celebraciones organizados por la Corona, el Concejo o la Inquisición. La Casa Real se asomaba a los Balcones de la Casa de la Panadería, y lo mejor de la sociedad cortesana y el Concejo en los de la Carnicería. Hernán había sido invitado a seguir a alguno de ellos, a la prudente distancia que ha de hacerlo un plebeyo hasta que, tras entrar por la puerta de servicio esta desaparecía durante unas horas para luego ocupar cada uno su lugar en la calle. Ni saludos, ni menciones, ni tan siquiera repetidas proposiciones.

En las tabernas y botillerías se despachaban vinos manchegos que se vendían bien entre el populacho y del que Hernán era también asiduo; los vinos eran buenos aliados para justificar determinados deslices carnales con los que podrían justificarse o fingir olvidar los escarceos carnales. El de la “Membrilla” era considerado como uno de los mejores y solía venderse en cuartillos en puestos ambulantes y carromatos situados en la Plaza, así como en la de Santo Domingo y Puerta Cerrada. En ella había mercados de carnes, aves, verduras y frutas muy baratas venidas de las huertas del Alberche, Jarama y Henares; pero también granadas, limones y naranjas de Valencia y Murcia. También se podían encontrar escabeches, arenques, y salazones. Entre aquellos puestecillos, en una esquina, ponía Hernán el suyo no exento de cierto orgullo. Freía las gallinejas en aceite hirviendo y las sazonaba con sal, una cucharada de pimentón dulce y otra de picante. El olor que desprendían las fritangas se confundía con el de los productos de los puestos cercanos, las gentes poco aseadas y los animales vivos en venta, como gallinas, patos, corderos lechales o cochinillos. No ganaba mucho, pero con el trabajo de la mañana tenía suficiente para comer y pagarse el humilde techo sin tener que recurrir al refugio o tocar sus ahorros.

Estaba rodeado por estratégicas alojerías que alternaban su levantamiento, a veces en los mentideros, otras en las plazas. Ofrecían resolís, mistelas y aguardientes a precios competitivos y calidades diversas, según fueran más o menos aguados  por los vendedores. A la hora de comer, Hernán intercambiaba unas buenas gallinejas por una bebida de origen árabe compuesta de agua, miel, arroz y especias aromáticas: el hipocrás. Este y la aloja rivalizaban con los vinos causando no pocos incidentes entre tabernas, tenderos y buñoleros que querían venderlos. Y de nuevo eran lugares llenos de posibilidades para miradas, tonteos y rozamientos no exentos de riesgos y de algún rechazo airado.

La cercanía de los puestos callejeros concitaba la atención de numerosa clientela y en ocasiones hacían las veces de mentideros, en los que los soldados narraban sus proezas, los cómicos su fama y el público; generalmente se mentía sin medida. El tema favorito era la doble personalidad de Felipe IV. Por un lado era estricto y distante, rodeado de etiqueta, de religiosidad con pompa y circunstancia, el arrepentido mil veces de sus pecados; por otro, acudía a mujeres públicas de manera evidente, se filtraba en los corrales de las comedias, era amigo de excéntricos y obseso sexual. Todo ello proporcionaba jugosos rumores y matices para entretenimiento de la plebe.

Hernán despachaba a personas pertenecientes a los gremios artesanos que daban nombre a las calles cercanas: curtidores de piel, zapateros, herradores, guarnicioneros, pellejeros... Con el tiempo coleccionó oficios entre sus piernas, calles en sus labios. Su sueño era poder montar una tienda de cestería con su pequeña fortuna en el momento en que dominara bien las técnicas de manufactura de la ciudad y se quedara vacante algún local que pudiera pagar. Por las noches o en sus ratos libres, entre amante y amante, practicaba en la posada para recuperar la agilidad de antaño y copiar los nuevos modelos que había visto en los tenderetes capitalinos. No se resignaba a ser un matarife, como tampoco lo hacía a estar solo.   

           
En la Corte la moral férrea no se podía romper, pero si doblar en el sentido que se quisiera. Madrid estaba lleno de contradicciones. La fornicación apenas era un grave pecado; la pagada estaba admitida legalmente en ocasiones alternantes. En los últimos tiempos las mancebías más populares se habían visto abocadas a trasladarse. Las putas se mudaron al barranco de San Juan de Dios, a la Torrecilla del Leal y al barranco de Lavapies. Hernán necesitaba de sus servicios de vez en cuando, como desahogo de sus ingles cuando llevaba cierto tiempo sin estrechar en sus brazos espaldas fuertes o llevara sus labios dedos rudos.

Una barragana que le llevaba diez años, que conociera en el barranco de Lavapies y con la que había mantenido un contacto esporádico, le había enseñado años atrás a actuar de manera tranquila y sosegada, preocupándose no solo de su propio disfrute, sino también del que yaciera con él. Con ella descubría variedades dulcemente pecaminosas que nunca hubiera imaginado y que luego aplicaba a sus amantes masculinos. Aquellos hombres toscos se quedaban sorprendidos de lo que era capaz de hacer.

Desde hacía semanas tenía un  cliente fijo que le había llamado la atención. Su aspecto no podía ser más humilde. Sin que él se diera cuenta, Hernán le vendía los mejores y más grandes trozos a un precio menor del conveniente. Simplemente se sentía pagado por su presencia aniñada de mirada experta. Le percibía de manera distinta y no tardó en comprender que nuevas emociones emergían no solo de su entrepierna, sino de su pecho.


Antonio intentaba pasar de largo ante las perolas humeantes de los buñoleros, las tiendecillas de pasteles, los puestos de refrescos y los expendedores de carnes de calidad hervidas: tajadas de carnero, tocino, falda... Haciendo una excepción, a veces se compraba pastelillos de carne, en unas ocasiones dulces y en otras salados. Sobre todo muy especiados y picantes. Eran baratos y asequibles para las miserables posibilidades alimenticias de la población. Aunque tuviera que esperar, le gustaba ver cómo los expendedores hacían la masa de harina de manteca para formar la caja y mirar como la rellenaban de carne, cubriéndola con otra masa más fina para cocerla en el horno y comerlos calientes. Generalmente compartía las colas con rameras ante los bodegones de torreznillos, que resultaban mucho más baratos. Por dos maravedís podía comprar una tajadilla de hígado frito.

Sin embargo, cada vez se dejaba ver más por la Plaza Mayor, en el puesto de un joven de piel morena y ligera cojera que le miraba con estima. Se sentía halagado ante sus maneras y habían cruzado varias palabras ajenas a la simple compra de los torreznos. Al inicio no se había dado cuenta de le trataba no solo como un cliente especial, sino como una persona especial. Cada vez con más frecuencia se mantenían la mirada mientas rozaban sus manos levemente deseando no solo tocar unas criadillas que no fueran de toro o cordero, sino las mutuas; no solo yacer juntos y marcharse, sino quedarse.

martes, 4 de febrero de 2014

EL BAILE MALDITO (AUDIO LIBRO). POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.



Continuando con la idea de los audio libros os presento el primer relato de Halloween que leí en el Espacio Niram auspiciado por el Circulo Literario Mundi Book.

El miedo es intrínseco al ser humano,nos pone en alerta ante los peligros.Sin embargo la fantasía y realidad son difíciles de discernir. La imaginación nos puede causar malas pasadas...o no.





domingo, 2 de febrero de 2014

NO SIEMPRE ES NAVIDAD. POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.



NO SIEMPRE ES NAVIDAD

(Este relato está dedicado a mi tía y a parte de su historia que descubrí hace unas semanas)
Las Navidades son las fechas por excelencia en las que se celebra la inocencia. Sin embargo no debemos de olvidar del todo que a muchos de nuestros mayores les fue arrebatada y que en muchos países en la actualidad por distintas causas esta inocencia no es posible. 


NO SIEMPRE ES NAVIDAD

Me sentía extraña aquella noche. El recelo, el miedo, la desconfianza y la intranquilidad impregnaban el aire y todos temíamos ser atacados inminentemente. Cada vez estaban más cerca. Tú no lo recuerdas, pero eran unas Navidades tristes, oscuras como los uniformes de los enemigos y agrias como la derrota que sufriríamos pronto. Padre y madre hacían lo posible para celebrar estas fechas para distraernos, para crear ilusión con lo poco que tenían. Nosotras queríamos olvidar y jugábamos con las muñecas hechas con trapos, cabellos de lana, cuyos ojos eran botones de distinto color hechas por nosotras mismas.
Bien es cierto que yo no sabía que clase de cambio quería; nos habíamos criado en la guerra y no era capaz de imaginar un mundo distinto en el que no cayeran bombas, se escucharan disparos, las sirenas anunciaran a la población que se dirigiera a los refugios y sin la escasez de comida. Escuchaba como madre tosía y odié a los hombres de oscuro que traían el invierno y las enfermedades  enrollados en las balas y obuses. Gracias a Dios tú eras demasiado pequeña como darte cuenta de aquellas cosas; se han perdido en tu memoria junto aquellos otros recuerdos, buenos y malos.
           
            “El mal tiempo, con toda posibilidad podía retrasar el ataque” -me confesó el jefe de nuestro bando cuándo observó la pesada neblina que se había enganchado al corazón-. Quiso con sus agotadas fuerzas que el frío congelara su entendimiento y abotagara sus remordimientos. De pronto sintió una desgana similar al sueño. No deseaba comenzar de nuevo -me confesó-, no quería sentarse en su butaca y jugar con los hombres que tenía bajo su mando como si fueran piezas de ajedrez. No le atraía lograr más medallas manchadas de sangre, no quería más vino para poder conciliar el sueño; tan solo  quería imaginar lo que haría su familia en aquellos instantes. Incluso era incapaz de sentir morriña, porque llevaba tanto tiempo en aquel antiguo barracón, que ya no creía que existiera un universo fuera de él. Y lo que era peor, ya no le importaba. Tenía la férrea convicción de que no había vuelta atrás. Ante la situación más optimista, aunque los nuestros ganaran la guerra y él regresara con su familia, no dejaría de escuchar los gritos, los lamentos, los lloros. Me dijo que nunca paraban, ni durante la noche cuándo las armas callaban dormidas, ni cuándo encendía la radio a todo volumen para escuchar las estimuladoras arengas; tampoco cuándo se bañaba con agua fría para despejar su ego adormecido.
Mientras yo permanecía callada me recordó que era Navidad y quiso rebuscar en voz alta, en su pasado, algún recuerdo dulce y jugoso con el que convencerse de que aún existía y no se encontraba perdido en un infierno indefinido. Pero no lo consiguió. Lo que antes era dulce, ahora era amargo por lo lejano, por el olor a ausencia. Estaba dispuesto a jurar que ,si alguien le asegurara que había disfrutado de una vida anterior a todo aquello que formaba parte de su presente, no le hubiera creído; lo hubiera considerado una pesada broma ideada bajo los efectos del alcohol. Por increíble que le pareciera, por un rato no recordó quien era el enemigo, había olvidado de qué color era su uniforme y el de sus contrarios, los confundía, dudaba…


Yo sí que recordaba las Navidades pasadas. Entonces, algunos de nuestros hermanos aun estaban vivos y nos llevaban a ti, a mí, y a nuestros hermanos pequeños a caballito por toda la casa adornada de fiesta mientras cantábamos villancicos. Tenía unos doce años y hacía dos que el pueblecito se encontraba intermitentemente acosado, en un estado que no lograba comprender. Pero todo el mundo decía asustado que aquella noche el pueblo sería invadido finalmente, que ya no había solución y que la muerte se cernía en muchas familias. Hombres y mujeres reforzaban las inútiles barricadas, distribuían las escasas armas de fuego y protegían a los viejos, embarazadas y niños en ingenuos lugares que consideraban seguros. Escucharíamos una vez más el silbido de los misiles, los gritos de ambos bandos fundidos en uno solo y los rezos- sobre toda aquella algarabía-; los rezos para que aquellos endebles refugios resistieran. Algunos especulaban esperanzados que, aquella noche, al menos, el frió podría detenerlos… Como los demás nos dirigimos al refugio antiaéreo y madre abrió un cestillo con algo parecido a comida. Yo tenía hambre, y sabía que por mucho que comiera sentiría como las tripas protestaban airadas, como siempre. En tus ojos vi lo mismo. Te abrazaste a madre, cerraste los ojos con fuerza y te tapaste los oídos con las manos… Cuándo me quise dar cuenta, yo estaba abrazada a vosotras dos.

            Los superiores del otro bando habían decidido que a pesar de todo era un día tan perfecto como otro cualquiera para atacar. Sería la embestida definitiva y finalmente podrían invadir nuestra miserable villa  y palpar un escaso permiso que olía a orujo y a testosterona furtiva. Lo de la testosterona lo entendería más adelante.  Nuestro hermano mayor me contó que, tras la barricada, al capitán enemigo le pesaban las piernas como témpanos, pero se obligó a caminar dirección a la trinchera. La fuerza de la costumbre guió su mano y ordenó el ataque con una voz mecánica y monocorde, como quien desea buenos días a un desconocido por pura cortesía. A mi no me parecía ninguna justificación lo que me contaba, sólo pensaba en aquellos vecinos que habían caído a mi lado, en los conocidos habían detenido, en todas y cada una de las repercusiones de la guerra a las que le responsabilizaba personalmente.  Sólo quería salir de allí, escaparme, pero tenía miedo. Ya me habían atrapado una vez; no tardarían nada en hacerlo otra vez. Comprendí que lo más prudente era permanecer callada y quieta.

            He oído que muchos no se acuerdan de lo que sucede en las siguientes horas a una batalla. Nunca recuerdan exactamente lo que pasa en las ofensivas, el ruido y el caos sumen las mentes en un estado de letargo del que no pueden despertar hasta un tiempo indefinido.

            Sin embargo, yo sí que recuerdo con exactitud lo que escuché. Ruidos provenientes de los más profundos de los infiernos, grandes trozos del techo del refugio cayendo sobre nosotros y un silencio sólo perturbado por el agresivo sonido de los megáfonos que ordenaba a la población lo que teníamos que hacer. Debíamos de entregarnos, con los brazos en alto, presentarnos ante los soldados y aguardar a que alguien decidiera que hacer con nosotros. No era la derrota lo que más dolía. Hacía tiempo que eso no era demasiado importante para mí; lo que era incapaz de soportar era tu mirada y la de madre  fulgurando hambre y su tos fea  que la perseguía halla dónde fuera.
            Debía de hacer algo; reflexioné mientras caminaba cabizbaja entre los escombros. Quería hacer algo que evitara que muriéramos. Si pudiéramos comer un poquito mejor tal vez mejoráramos. Los soldados bromeaban mientras descargaban los víveres, comentando el gozo que les esperaba aquella noche con algunas mozas del pueblo.
Sabía que no se debía robar, que era malo, pero peor era morir de hambre. ¡Algunas cajas parecían pesar tanto!  Era pequeña y escurridiza y pensaba ingenuamente que con un poco de suerte tendría una oportunidad. Con la ayuda de la  desesperación y el ímpetu del apetito, esperé a que los soldados no miraran y me precipité sobre una de las cestas. Corrí y corrí, pensando con inocencia que sería más rápida que la muerte. Pero enseguida me apresaron a los pocos segundos y me llevaron al cuartel. Me dolía más la esperanza perdida que las manadas de los soldados apretando con fuerza mis brazos mientras gritaba, protestaba y pataleaba.


            El coronel había recibido órdenes de empezar el trabajo más sucio: decidir a quién ejecutaban o deportaban. Quise pensar que en un principio odiaba sutilmente aquel tipo de decisiones, pero ahora le eran indiferentes. Sólo eran rutina, papeleo. No podía sentir simpatía por nadie, porque en definitiva no sentía nada. Me vio: una niña, si, si... ladrona, estraperlista. Evidentemente había cometido un delito y debía de ser condenada como cualquier otro infractor. El invierno había helado su corazón. Se fijó en aquellos ojos negros míos, más marcados aun debido a la delgadez y a la palidez del rostro. Eran los ojos de la adolescente a la que le robas el primer beso, los que te encuentras mirándote al espejo la primera vez que amas, los ojos de la impotencia, de la rabia, de la inocencia perdida antes de tiempo. Unos ojos en los que se reflejaba él mismo -ya adulto sin sueños- pero con vaga memoria de que una vez los tuvo. El frío comenzó a doler, escuché sus llantos; pudo recordar que tenía una familia esperándole y recuperó unos fragmentos de su vida.
             Yo no entendía nada. Tenía miedo y la mirada de aquel hombre me inspiraba una confusa confianza a la que no quería entregarme. Hizo que todo el mundo se fuera y se quedó a solas conmigo. La niñita a la que había de condenar tan sólo quería comida para su madre y hermanos.
            El hizo un trato con ella, conmigo…
            Quedé libre y pudimos comer regularmente. Pague un precio, pero no me arrepiento, era necesario.
            Esa es, en resumen, la historia de cómo vino tu sobrino al mundo.