viernes, 14 de febrero de 2014

SECCIÓN DE CONTACTOS. (LECTURA PÚBLICA EN LA BIBLIOTECA EUGENIO TRÍAS EN LA JORNADA DE RELATOS ANTIRROMÁNTICOS).POR DAVID M. VILLA MARTÍNEZ.





SECCIÓN DE CONTACTOS

Eros -el dios del Amor- y las Diosas Menores de las Artes, -alegres y ebrias tras el festín- se comprometen en un nuevo fin común, aunando sus lazos inmortales en una nueva concepción del querer que sobrepase los confines del Olimpo.

Así, la Pintura, la Música y la Danza se convierten en un fruto más de la pasión -quizás el más bello-. El Amor se muestra como la mejor de las artes en cada una de las caricias con las que el amante modela a ciegas el cuerpo del objeto de su afecto. Explora los lugares ocultos presuntamente prohibidos, en busca del aroma interior, la esencia que convierte todo en uno, al son de una música de respiraciones simultaneas, jadeos y susurros con una coreografía común, aprendida en cada gen y manifestada en cada célula.

En un momento cualquiera en el devenir de aquel Edén, Eros propone la consigna: el amor eterno, el amor correspondido, el amor oportuno, el alma gemela tan ansiada por los mortales. Para ello, reclama e invoca a los espíritus enamorados y a las influencias propicias explicándoles su misión. En tanto, las Diosas de las Artes ya se asoman al balcón terrenal con cierta curiosidad, pues aunque siempre es igual también hay algo distinto cuando dos almas se tocan. Desde allí contemplan expectantes la escena que va a desarrollarse.

Esperanza pulsa el botón rojo del teléfono móvil y en su cara se refleja un aliento nuevo y una luz en sus ojos de la que no es consciente. Regresa al taller y continúa restaurando la silla que ha rescatado de la calle tras el repudio de sus anteriores dueños, sobre la que se inclina mientras recrea en su mente la sucesión de acontecimientos de ese día. Por la mañana, al curiosear en varias redes sociales y secciones de contactos en internet encontró lo de siempre: anuncios de sexo rápido, esporádico y anónimo, intercambio de placer a cambio de dinero, propuestas de citas ambiguas, fotos que intentaban convencer de cuan morbosos, bien dotados y perfectos eran sus anunciantes. Pero uno de ellos, con foto de rostro llamó inmediatamente su atención: “Hombre de  treinta y seis años, separado, pintor, amante de la música y las estrellas, desea contactar con mujer sensible, espontanea y alegre para buscar juntos la felicidad del paraíso”. A pesar del final cursi del texto, un número de teléfono le daba credibilidad a la foto del hombre de mirada serena que transmitía confianza, tentando a Esperanza desde el primer momento.

Sus experiencias de amor no habían sido demasiado satisfactorias. Aunque no borraría nada de lo sucedido, se lamentaba de que la “casualidad” se empeñara en unirla a amores equivocados o no correspondidos, que si bien la habían sumido en la más febril de las pasiones, también la habían arrojado al abismo del dolor. Estaba aburrida de las formas diversas y variadas en que “conocía” a la gente, si es que a eso se le podía llamar conocer más allá del término bíblico.

Por esa razón, llevaba bastante tiempo inundada por un sopor sentimental, concentrada en su trabajo de restauración, en el cual se volcaba hasta la extenuación. Era más sencillo y menos doloroso que hacerlo con su propia vida.

Sin embargo, el anuncio se había grabado en su pensamiento y la idea de hacer uso de él le rondaba en la cabeza, como si una mosca se hubiera colado desde la nada  y buscara una salida a la libertad desde la redondez del cráneo.

Consultó el tarot, al tiempo que quemaba un papel con  sus deseos escritos en un pequeño fuego aromático a base de incienso de rosas. En el carro, símbolo del triunfo y realización feliz, vio el mejor de los augurios y el número de teléfono, que se materializara en una voz agradable y profunda con la que se citó para esa noche, levanto en ella curiosas expectativas. Se permitió sentirse ilusionada, animada ante esa cita y lo que podía deparar, dejando que su mente se disparara dejando al descubierto sus más profundos anhelos para el día de los enamorados.

Así, antes de la hora concertada Esperanza rodea el café en un paseo vigilante, atisbando a distancia el interior del local que se empieza a llenar poco a poco. Suele ser puntual en exceso y, por otro lado, quiere jugar con la ventaja de una primera impresión a distancia. La cita no aparece y piensa que tal vez él hubiera tenido una idea similar, o que ya encuentra dentro. Pasados unos minutos de la hora acordada entra y se dirige a la barra, buscando la figura que completara la suave voz y rostro agradable. Al no advertir señal alguna pide una cerveza y se sienta cerca de la entrada, en una mesa que considera suficientemente visible.

El tiempo transcurre con más de una hora de decepción, que aumenta por momentos con la sensación cada vez más dolorosa de haber sido víctima de un plantón o broma humillante. Tras un rato que se le antoja tedioso y de muchas cervezas más, un hombre de mediana edad  aproxima hasta ella sus incipientes sienes plateadas. No es, sin embargo, la persona esperada y Esperanza en un principio no le presta mucha atención, mas luego, tal vez por el estimulo del alcohol, acaso al presentir la fallida espera o quizás porque había pasado demasiado tiempo sin que nadie la hiciera reír, decide darle una oportunidad y concederse la ocasión de encontrar una nueva ilusión o, al menos, de un goce fugaz.

Juntos salen bajo la lluvia que les hace correr alegres como niños, ajenos a la llegada inusualmente renqueante de un hombre empapado por el agua, manchado de barro, con ligera cojera, cardenales y rasguños que recorre el bar en busca de su propia desesperación. Las Moiras,  diosas del azar, la fatalidad o el destino, separadas de todos los que cuentan con el privilegio de forjar su suerte, habían preparado su particular final de la historia. En sus mentes retorcidas habían dispuesto de pequeños espíritus burlones que ejecutaban sus intrigas pudiendo materializar cualquier objeto material de la nada. Las Moiras habían pensado entusiasmadas en afilados clavos capaces de reventar las ruedas del coche, hacerlo derrapar y estrellarlo… todo con tal de fastidiar a Eros y sus estúpidos planes amorosos.

El hombre de mirada serena está a punto de perderla, se siente abatido como una marioneta con los hilos cortados. Pasado el susto, enfado y nerviosismo tal vez llame a Esperanza de nuevo, pero desde luego no será hoy… El móvil está averiado, destrozado a causa del choque; como él…tanto por dentro como por fuera.

Eros y las Diosas Menores de las Artes recobran la sobriedad de golpe en el Olimpo.



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